martes, 30 de noviembre de 2021

Las leyes de la frontera. 30nov2021

  Vi anoche Las leyes de la Frontera, de Daniel Monzón que Carlos recomendó en la otra ventana. Me llegó al corazón porque me vi reflejado, ese yo muerto hace cuarenta años. A ver, yo no estuve en esa frontera de la delincuencia, entre el bien y el mal. O sí, quién sabe. El caso es que me provocó una profunda nostalgia, afirmando al mismo tiempo que cualquier tiempo pasado ha sido sin duda peor. Los billares, la estética de finales de los setenta y principios de los ochenta, (tuve una novia que era tannnnn parecida a la protagonista Tere...) el placer de los primeros años de fumar sin preguntarte jamás que te hacía daño, esa compañía incondicional que daban las pandillas del barrio, las primeras borracheras, esos planes para conseguir más monedas y seguir jugando al billar, al futbolín, al pin pon, donde otro grupo de chavalillas veían quién ganaba quién perdía, y cómo nosotros, recién salidos del cascarón, sacábamos pecho como esos monitos un poco imbéciles que quieren deslumbrar a las hembras. Aquellos conocidos que desaparecían fulminados por las drogas. Pero en la película se cuenta sobre todo una bonita historia de amor.  Me encantó.

 

  Leo las primeras entradas de los Diarios de Chirbes. Descarnado, crudo. Cuenta escenas del infierno de Dante en el corazón del Retiro. Hombres más que adultos contemplando a otros hombres dándose placer en público, como monos en un zoológico, como perros callejeros. Hace unos pocos años, para acortar (iba a la fiera del libro) me metí por aquellos laberintos de setos, parterres y árboles, y vi todo aquello como en una pesadilla. Un hombre parecía que orinaba en un árbol pero había otro agachado a la altura de su pelvis. Un tipo, mucho mayor que yo, se me quedó mirando con curiosidad, como se mira a un tipo infrecuente, novedoso. Yo aceleré el paso asustado, no me gusta, pero sí leerlo en un escritor observador a quien también repugna todo eso pero a la vez se siente atraído sin poder apartarse.

  Recuerda una frase de Gerard Brenan: “El mejor momento es la hora del desayuno. Después de eso el día no hace más que deteriorarse e ir a peor”. El mío de hoy ni siquiera ha empezado con un desayuno. A las seis hemos salido hacia el aeropuerto. Llevaba a mi hija que se vuelve a Noruega. Y me asaltaron de nuevo las lágrimas en el abrazo ultimo de la despedida; verla allí sola con sus dos maletones más grandes que ella. Definitivamente hoy estoy blandiplus como me dice una amiga.

 


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