jueves, 28 de julio de 2011

unos días de julio


He pasado unos días en la playa. Es un pueblo pequeño y nada turístico llamado La Torre de la Horadada. Se llama así porque tiene una torre vigía del año 1591. Actualmente está destinada para uso privado. He intentado hacer una vida rutinaria dentro de lo placentero que es estar de vacaciones. Por las mañanas, bien temprano, antes de que el calor apriete, una carrera por la playa hasta El Mojón, cerca de la marisma. Asustando a las aves que corretean por la orilla. Allí, flexiones, reflexiones y estiramientos, y luego vuelta. Más tarde una ducha con agua fría y bajar al bar de la plaza, toda en sombra, y sentarme a desayunar: media de tomate, tres churritos, café con leche y zumo de naranja. Leyendo La Mancha Humana de Philip Roth. Los camareros son muy amables y serviciales, en especial S., una extranjera rumana, alta, rubia, guapa y escultural, con acento, más que rumano, murciano; espabilada como ella sola, solícita, llamando a todos “cariño”, siendo la persona a quien todos se dirigen y preguntan, que sabe diferentes idiomas. La admiro y estoy seguro que podría atender, dirigir, cualquier negocio.

La novela de Roth es de las más potentes que he leído de él, que son muchas. Me encanta enfrascarme durante más de una hora en la historia que me cuenta; la historia que le cuenta el rector Coleman a Zuckerman, su alter ego. En la novela se habla de muchas cosas pero sobre todo de la estupidez humana, del grado de estupidez al que ha llegado la sociedad americana actual. Estupenda la diatriba contra Mónica L. y sus once mamadas al presidente Clinton.

No bajo a la playa por las mañanas; me molesta demasiado el sol puro del mediodía. Prefiero las tardes cuando el sol se oculta detrás de las casas bajas del pueblo y la luz se va dorando, y la arena de la orilla se va volviendo de color más suave. Va quedando poca gente. Suele ser gente mayor que pasea tranquila o lee en las hamacas. A mi derecha hay dos mujeres de unos treinta años con dos niñas pequeñas, negras y preciosas. Una de las mujeres –parece española- es muy esbelta y lleva un sombrero como el de los vaqueros, con las alas plegadas a los lados. Sentado en la orilla está el que debe ser el padre de las niñas. Es un ser humano magnífico. Debe medir más de uno noventa, su piel es negrísima y brillante. Estilizado como un príncipe masái. Se lleva a las niñas al mar y juega con ellas. Es una delicia contemplar su porte y su gracia para moverse. Me fijo en otros ejemplares a su alrededor y me pregunto: ¿dónde está la superioridad o inferioridad y con respecto a quién? Veo a una pareja de gordos sumergidos como hipopótamos. Están abrazados y se ve que entusiasmados: él la tiene cogida por el culo y de pronto asoman sus pies a los lados del cuerpo de él. Un niño, que debe ser su hijo, también gordo, merodea cerca de ellos y se ve que la pareja preferiría que fuera a jugar por ahí, más lejos. Miro a las personas mayores e imagino cómo serían de jóvenes. Cómo ha trabajado el tiempo en sus cuerpos. Y me digo: el negro, el negro es el puto amo de toda la playa. Y sigo pensando: la gente quiere ser como él a pesar de todo lo que ha significado ser negro en la historia. La gente toma el sol para estar como está él. De dónde habrá venido y qué sorteos habrá superado. Él es como todos quisiéramos ser. Nosotros estamos mil veces mezclados con leche y sangre de mucha peor calidad. Estoy seguro.

viernes, 15 de julio de 2011

Andrés Caicedo


Otra colaboración de Juan Carlos Bondy:

"La vida de Andrés Caicedo me interesa más que su obra. Intenté leer su novela ¡Que viva la música!, pero la abandoné a las 40 páginas. Pero también he leído algunos artículos suyos sobre cine y aplaudo su entusiasmo (por cierto: ¿por qué será que la crítica de cine es más apasionada y efervescente que las tantas veces apática crítica literaria?), aunque alguna vez se permitió un desliz como maltratar, si no me equivoco, La naranja mecánica de Kubrick.
Caicedo nació en Cali, Colombia, en 1951. Siempre declaró que vivir más de 25 años constituía una verdadera vergüenza, así que desde muy joven trabajó en su obra literaria con dedicación vertiginosa. Caicedo hablaba y pensaba todo el día en su obra. Leía y escribía sin detenerse. A los 12 o 13 años ya tenía escritas alguna pieza teatral y un cuento. Se cuenta que había trazado un "plan de lectura" diseñado desde esa edad. A los 18 años ganó un premio de cuento en Caracas, Venezuela. En 1972 ganó el primer lugar en un concurso de cuento en Bogotá. Escribió también guiones de cine y llegó a viajar a Estados Unidos para venderlos a alguna compañía, pero ninguna se interesó en sus trabajos.
Su familia lo apoyó para publicar su libro El atravesado. Desde entonces se relacionó de modo intenso con el rock, particularmente con los Rolling Stones, al tiempo que escribía esa novela que he mencionado al principio: ¡Que viva la música! Caicedo la terminó y una editorial colombiana se propuso publicarla. El día que Caicedo vio un ejemplar de su libro, el 4 de marzo de 1977, tomó 60 pastillas de Seconal y dejó este mundo. Tenía 25 años."
Por Juan Carlos Bondy

sábado, 9 de julio de 2011

La muerte. De Montaigne.


Jorge Edwards cuenta en “La muerte de Montaigne” que Azorín citaba muchas veces al señor de la Montaña. Sobre la muerte. Azorín decía que paisanos suyos, campesinos dedicados toda la vida a las labores del campo vivían sin pensar jamás en la muerte y que cuando les venía morían con más naturalidad y elegancia que Aristóteles.

La novela de Edwards reconstruye a base de lecturas lo que pudo ser la vida del ensayista al final de su vida. Y la agonía. Está en la cama con la garganta hinchada con un tumor. Tiene fiebre y apenas puede hablar. Su mujer le ofrece un vaso de agua.

“-Tráeme –dijo él, porque ya deseaba quitársela de encima, estar un rato solo. Si no puedo estar solo en la muerte, pensaba, cuándo lo voy a estar. La soledad había sido vida, pensamiento, respiración, placer tranquilo, y lo normal, le parecía, era que ese transcurso, esa marcha, desembocara en la muerte sin mayores faramallas. Había pensado muchas veces que la muerte era la finalidad de la vida, que se vivía para morir. Pero más tarde, en años maduros, se había dicho que lo mejor era no pensar tanto: vivr, poner atención en cada minuto, en cada rama de árbol, en cada pájaro que volaba por encima de su cabeza, en cada rebuzno lejano, en cada pantorrilla hermosa, y después, en un momento cualquiera, sin darle mayor jerarquía que a otro momento cualquiera, morir”.

En eso estamos.

miércoles, 6 de julio de 2011

Jose María Arguedas.


Me recomienda mi amigo lector, El Cordero Estepario, que diga algo acerca de José María Arguedas. Para quien no lo sepa, aunque ya lo apunto en una de mis primeras entradas de este blog, hace muchos años que empecé este triste y apasionante inventario. ¡Claro que tenía a este escritor peruano, cómo no! No he leído nada de él, pero sí de lo que de él escribió Vargas Llosa. Quizá lo compre la próxima vez que tenga entre las manos un libro suyo, ese “El zorro de arriba” que dice. El caso es que hace unos años, cuando comencé a colgar estas entradas en un foro ya arcaico –creo recordar que era de la Fnac- otro amigo peruano introdujo en una de las entradas del tema del suicidio en la literatura su micro-biografía. El nombre de este amigo, también peruano y periodista, es Juan Carlos Bondy, y con su permiso, lo cuelgo ahora mismo.

“La vida de este escritor nacido en Andahuaylas, una de las ciudades más pobres y a la vez más hermosas del Perú, me interesó especialmente desde la publicación de La utopía arcaica, el libro que Vargas Llosa dedica a su obra y a su existencia. Desde muy joven, Arguedas padeció la muerte de su madre y la convivencia con una madrastra cruel. Ella no lo admitía como hijo propio y le tenía cierto resentimiento por razones tan numerosas como absurdas, incluso por un matiz racista (recordemos que Arguedas era blanco, de ojos claros, y sus hermanastros tenían rasgos mestizos).

Arguedas debió convivir entonces, al principio a la fuerza, con los criados y sirvientes de la casa; pero fue precisamente esta rica experiencia la que volcó en su futura obra literaria, integrando el mundo andino con el occidental. Quizá por ese motivo Arguedas es tan interesante: porque era un hombre de muchas culturas, de muchas contradicciones y de muchos padecimientos.

Arguedas se ganó una merecida reputación con sus hermosos cuentos y, al menos, con un par de novelas memorables: Yawar Fiesta y Los ríos profundos. Pero desde entonces sus problemas psicológicos se acentuaron y fue así como escribió Todas las sangres, una obra ambiciosa pero al fin y al cabo fallida. Por esa época se realizó en Lima un congreso dedicado a la literatura andina, especialmente a esta novela, y Arguedas fue atacado duramente, siempre en términos literarios, por los críticos y autores que impulsaban la floreciente literatura urbana o realista de un Ribeyro o un Vargas Llosa. Arguedas sufrió muchísimo con esta derrota y sus problemas mentales se acentuaron. Antes o después, ocurrió la famosa discusión con Julio Cortázar, sobre los escritores latinoamericanos que habían hecho su carrera en Europa, a quienes Arguedas reclamaba y, hasta cierto punto, abominaba. Cortázar lo despedazó en buena ley, con artículos y declaraciones coherentes.

Desde ese momento, la depresión de Arguedas se intensificó y ya no pudo detenerse. Se sometió a un tratamiento psicológico que lo llevó a liberar sus fantasmas con la escritura de El zorro de arriba y el zorro de abajo, pero no tuvo éxito. Un día, en su oficina de la Universidad de La Molina, en Lima, se dio un disparo. Agonizó un par de días y finalmente falleció”.

POR JUAN CARLOS BONDY

martes, 5 de julio de 2011

JAMES KENNETH STEPHEN


Se educó en Eton y King´s College. Fue tutor del próncipe Albert Victor Edward y primo de Virginia Woolf. James padeció la enfermedad mental que aquejó a varios miembros de la familia Stephen. Confinado en un hospital mental en 1891, murió en 1892 tras negarse reiteradamente a recibir alimentos. La variedad y brillantez de su talento quedan patentes en su primer libro de poemas, Lapsus Calami, y en la colección publicada póstumamente con el título de Quo Musa Tendis.