miércoles, 30 de junio de 2010

Pablo de Rokha


El poeta chileno, Carlos Díaz Loyola (Pablo de Rokha) fue el mayor de diecinueve hermanos. Su madre lo tuvo a él con catorce años. Nace en 1894.

No tiene mucho éxito en la historia de la literatura de su país aunque en 1965, de Rokha recibe el Premio Nacional de Literatura, el que llega demasiado tarde para estimularlo. Dirá que "me llegó demasiado tarde, casi por cumplido y porque creían que ya no iba a molestar más". Sí fue reconocido en las siguientes generaciones.

Este poeta vio morir a muchos seres queridos, incluido un hijo, también suicidado unos meses antes. También pierde a su esposa Winétt dejando al poeta abatido. Por esa época publica poesías elegíacas y sobre la decadencia y la vejez (Canto del Macho Anciano).

Si hay algo que incide en su poca credibilidad como poeta y como crítico, es su diatriba sobre Pablo Neruda. Lo puso a caer de un burro, y no sólo a él sino a todo el sistema literario de Chile.

El diez de septiembre de 1968 se suicida con el revólver que Lázaro Cárdenas le regaló. El Presidente al que tanto deben los exiliados de la Guerra Civil española. Tenía 73 años.

GENIO Y FIGURA

A Winétt

Yo soy como el fracaso total del mundo, ¡oh
Pueblos!
El canto frente a frente al mismo Satanás,
dialoga con la ciencia tremenda de los muertos,
y mi dolor chorrea de sangre la ciudad.

Aun mis días son restos de enormes muebles viejos,
anoche "Dios" lloraba entre mundos que van
así, mi niña, solos, y tú dices "te quiero",
cuando hablas con "tu" Pablo, sin oírme jamás.

El hombre y la mujer tienen olor a tumba;
el cuerpo se me cae sobre la tierra bruta
lo mismo que el ataúd rojo del infeliz.

Enemigo total, aúllo por los barrios,
un espanto más bárbaro, más bárbaro, más bárbaro
que el hipo de cien perros botados a morir.

sábado, 26 de junio de 2010

26/06/2010


Nada más caer dormido sueño que estoy en Sudáfrica. Es un partido de rugby, quizá en la final de la Copa del Mundo. Un hombre corpulento está encima de mí, aplastándome. Intento levantarme pero el peso es cada vez mayor. Por entre la maraña de su cuerpo veo venir a otros jugadores que se abalanzarán sobre nosotros y aún será peor. Me siento morir sin poder respirar. Afortunadamente me despierto enseguida; quizá para poder suspirar y salvarme.
Hace unos días se fue el gran José Saramago. Mi historia con él comenzó como un gran amor que fue apagándose poco a poco. Cuando lo descubrí me pareció que todo cuanto decía o hacía era algo verdadero y profundo. Las primeras novelas que leí fueron para mí las mejores: Ensayo sobre la ceguera, La muerte de Ricardo Reis y El Evangelio según Jesucristo. También su Viaje a Portugal que leí coincidiendo con la vez que estuve en Lisboa. Me gustaba también cuando arremetía contra el poder y la Iglesia. Nadie se lo perdonó nunca y por eso, creo yo, se fue a vivir a Lanzarote a su paraíso y con su “Eva”. Hace tres años estuve allí y pregunté por él pero me dijeron que estaba muy malito.
Hubo un momento en que dejé de leer a Saramago. Tengo pendiente todavía en la estantería de los que esperan a ser leídos, su libro La Caverna, y no sé si algún día lo abriré. De pronto me dejó de interesar lo que escribía y lo que decía en los periódicos. Su novela Todos los Nombres me pareció funcionarial y polvorienta, aburrida. Y no he tenido curiosidad, aunque siempre me han interesado esos temas, de leer su novela de Caín.
En el año noventa y seis, cuando más lo admiraba y reverenciaba fui a verlo a la Feria del Libro de Madrid. Estaba en forma. Acababa de leer una entrevista en la que contaba, su mujer Pilar, que subía las duras y largas pendientes de Lanzarote como un muchacho. Me dio la mano con mucho afecto e incluso me preguntó por el origen de mi nombre. Le dije, en dos palabras trastabilladas, lo poco que sabía. Me despedí de él abriendo el libro sin terminar de creérmelo.
Incluso ahora la Iglesia, después de muerto, sigue metiéndose con él diciendo que su visión teológica peca de superficial. Y es normal porque la Iglesia siempre ha buscado la complicación y la oscuridad para intentar explicar lo que para él era tan sencillo. De todas formas, Saramago, esté donde esté, estará bien porque yo no sé él pero Dios, sea este quien sea, querrá ser su amigo.
Paseo por el centro buscando una tienda de té. Me he aficionado al té de calidad. Encuentro una en la calle Fuencarral, recién peatonalizada. Hay bullicio y colorido; el sol calienta pero en la sombra da gusto estar. Cuando entro hay dos dependientas y una mujer. La otra dependienta se dirige a mí. Huele como en un bazar, con esa misma mezcla de olores. Le explico que hace un año viene a comprar una lata para conservar el té y me regalaron una muestra de uno delicioso, con un ligero aroma a fresa de chuches. Ella no recordaba cuál podía ser pero de entre unos cuantos elijo uno de frutas y un té blanco con plátano. Mientras me prepara las bolsas de cien gramos me doy cuenta que regalan una lata si traspasas los quince euros de compra. Me doy cuenta que mi pedido suma catorce con cuarenta. Entonces yo le digo: “¿no puedes poner unos gramos más de té para que puedas regalarme esta lata tan bonita?” Ella me contesta que debo pasarme a la bolsa de 250 grs. La mujer que hay al lado se ofrece a completar su pedido para que yo tenga derecho a mi lata. Pero la vendedora es buena profesional; simpática. Me ofrece un dosímetro que cuesta cuatro euros y acepto. La mujer nos observa divertida, sonriendo. Le agradezco a la mujer, de todas formas, su ofrecimiento pero ella le quita importancia. Ella me mira y vuelve a sonreírme. Cuando tiene preparado su pedido se va. “Qué guapa y simpática esta mujer”, pienso. Me voy feliz a prepararme un té a mi casa. Efectivamente el té de frutas sabe un poco a chuches, a fresas, a grosellas, a pasas...; me encantan los sabores nuevos. Huelo el líquido rojo, saboreo su dulce sabor; Y me siento, por cosas tan simples y en ese momento, feliz.

miércoles, 23 de junio de 2010

ANGEL GANIVET


Nace en 1865, en Granada. Cuando tiene nueve años su padre se suicida.
Después de cursar estudios de filosofía y derecho, se convierte en bibliotecario del Ministerio de Fomento y más tarde diplomático al conseguir la oposición con el número uno.
Cuando empieza a estudiar piano e idiomas Ganivet tiene ya veintisiete años. Lo hace en Amberes donde es destinado por su carrera diplomática.
Fue escritor de teatro “El escultor de su alma”, de ensayo “Idearium español”, “Cartas Finlandesas” y novelas “Los trabajos del infatigable creador Pío Cid”.
Se encuentra sólo y depresivo en su puesto consular de Letonia. Se intenta suicidar en el río Dvina lanzándose desde un barco. Después de que logran salvarlo vuelve a intentarlo y, entonces sí, lo consigue. Era el año 1898. Por eso y por su forma de escribir y de sentir es llamado uno de los precursores de la generación de 98.
Tenía 33 años.

jueves, 17 de junio de 2010

17/06/2010


Ayer vino una profesora suplente de inglés. Es americana de San Francisco. Negra. Al principio, para ir rompiendo el hielo, nos iba preguntado nuestro nombre y qué habíamos hecho el fin de semana. Cuando hemos acabado nuestro turno no sabía bien por dónde seguir. Ha intentado aprenderse el nombre de todos, unos cinco o seis alumnos. Luego, ha escrito una frase larga en la pizarra y nos ha explicado lo que quería: mover o borrar palabras y que la frase siguiera siendo gramaticalmente correcta. Entonces hemos comenzado a borrar adverbios, adjetivos y verbos. ¿Hasta dónde? Al final ha quedado, como ella quería, una sola palabra: Anna. Y he pensado que esto me serviría para intentar explicar, a quien me pide consejo, que lo más sano en un texto es cortar y cortar hasta dejar sólo la raíz de las cosas; la esencia; lo demás no es más que marear la perdiz. Eso.

Me he acordado, en medio de todo este lío de la crisis, de Berthold Brecht y le he cambiado algo su poema.

Primero se llevaron a los pobres trabajadores, pero a mi no me importó porque yo no lo era; enseguida se llevaron a los empresarios pero a mí no me importó porque yo tampoco lo era, después arrasaron a las empresas, pero a mí no me importó porque yo no tenía empresas; luego se llevaron la voluntad del Estado, pero como yo no pertenecía al Estado tampoco me importó; ahora me toca a mí, pero ya es demasiado tarde.
Cuenta Javier Marías en su columna, hablando de la feria del libro, que el año pasado una mujer le increpó por lanzar bombas fétidas cada fin de semana en forma de artículos. Para ello la mujer sacó una Biblia y le pidió que firmara el ejemplar a lo que Marías, lógicamente, se negó. Y luego sacó una caja de bombas fétidas, literal, para que también las firmara. Él se volvió a negar. Total que la cosa acabó con la mujer escoltada por dos agentes de seguridad y echando espumarajos por la boca. Y es que hay gente para todo.

El domingo, último día de la feria, me pasé por la mañana. Mucha gente y calor. No me gustaría estar ahí metido, en esos cajones y verme observado por una multitud. Me parecería estar en la situación del gorila que vi no hace mucho en Cabárceno. Vi aburridos a gente seria y respetable como Mateo Díez quien seguramente se hacía acompañar por su nieta. Y a Benjamín Prado, también aburrido y sin firmar. A Almudena Grandes, firmando mucho y dando abrazos. A su marido Montero, recomendando poesía. Y a verdaderos héroes como a unos personajes vestidos de dibujos animados con ese calor, seguramente personajes de algún cuento de éxito. Eso tenía que estar prohibido pero, claro, los animales no dejaban de darle a la pluma.

En fin, que no creo que vuelva a la feria. No se encuentra lo que se busca porque tienen lo que puede encontrarse en cualquier escaparate. Prefiero mi cuesta de Moyano donde uno puede encontrar joyas escondidas.

viernes, 11 de junio de 2010

MARINA TSVIETÁIEVA


Marina Ivanova Tsvietáieva se suicidó cuando ya no le quedaba nada; ni siquiera esperanza. Si acaso miseria y soledad.
Nació en Moscú en 1892. Su padre fue profesor Y su madre, pianista, murió cuando ella tenía catorce años.
En 1922 se exilió para seguir a su marido, perseguido por la revolución. Se sabe que tuvo mujeres amantes, además de un oficial del ejército ruso.
La revolución pilló a la familia en Moscú. Su hija murió de hambre. Su hermana fue llevada a realizar trabajos forzados. Su esposo fue acusado de espionaje y ejecutado. Su otra hija fue llevada también a Mordovia a trabajos forzados. Su hijo fue llevado al frente y murió en el 44. Pero eso Marina no lo vivió pues se suicidó en el 41.

Se dice que cuando la enterraron, descubrieron un cuadernito atado a un lápiz. Las hojas del cuaderno estaban sucias y sin palabras. Tan sólo una: Mordovia. El sitio donde fue llevada su hija.

martes, 8 de junio de 2010

08/06/2010


Acabo de llegar de hacer un viaje en bici. La Vía de la Plata. Ochocientos kilómetros en ocho días de Sur a Norte en una línea serpenteante cerca de la frontera con Portugal. Tan solo hemos tenido tiempo para pedalear, comer, beber y dormir. Nada de televisión ni de prensa ni de pensamientos impuros. Nada de lectura a pesar de haberme llevado un libro ligero; ligero como el viento: “Tres maneras de volcar un barco” del simpático Chris Stewart. Me gustó mucho su vitalista visión de España y los españoles allá por las Alpujarras en “Entre limones”. No me importaría tomar una copa con un tipo como este. Le gusta contar anécdotas y sabe contarlas. Le gusta contar chistes y tocar canciones con una guitarra. Le gusta beber en compañía y es un tipo que no se arruga ante la aventura. Pero volviendo a su libro sobre su experiencia en el mar..., no he tenido apenas tiempo de tocarlo. Media página alguna noche antes de caer rendido de sueño y de cansancio.

Pero es igual, ha merecido la pena. Los paisajes de Sevilla y Extremadura, Salamanca, Zamora y León, sus dehesas y llanuras onduladas como mares, sus puertos verdes como en el norte, sus pueblos pequeños que poco a poco se van muriendo de aburrimiento y pobreza, sus ciudades domésticas y alegres. Los alimentos ibéricos tan ricos. Hubo una noche en la que no nos cansamos de comer jamón y beber cerveza helada a la luz de las estrellas. De madrugada me levanté a darme una ducha fría para enfriar el cuerpo y la garganta.

Cuando uno emprende un viaje así tan solo se preocupa de estar bien. Atrás quedan las preocupaciones cotidianas, el fastidio del día a día, las jodidas molestias del vivir.

El mundo, sin saber de él, parece más amable.