domingo, 25 de noviembre de 2018

MOHAMED CHUKRI. ROSTROS, AMORES, MALDICIONES.


 
  Hace quince años cayó en mis manos El Pan Desnudo, el libro que hizo triunfar a este escritor marroquí y que tanto me deslumbró. Ahora en las nuevas traducciones ha pasado a llamarse El Pan a secas. De cualquier manera aquel libro me impactó por su crudeza, por el desamparo que irradiaban sus páginas.
  Hasta que tuve diecisiete años viajé con mi familia a Melilla y una de las cosas que me llamaba la atención nada más llegar era el trato que los españoles, o mejor decir, los adultos, daban a la gran cantidad de niños “moros” que pululaban por la ciudad vendiendo chicles, cigarrillos o lo que fuera. Imagino que también se buscarían la vida robando y algunos, lo supe a raíz de este libro, prostituyéndose. No he vuelto desde entonces a pesar de que nací allí, y creo que no pasará mucho tiempo para que vuelva. Cuando uno de ellos se acercaba a una mesa en la que estábamos sentados, un adulto, siempre de allí, de los que vivían en la ciudad, le lanzaba una patada o un manotazo como si se tratara de una mosca humana y pegajosa. El trabajo de este hombre ha sido ser testimonio de las duras condiciones en las que se han de enfrentar estos pueblos.
  Este libro es la tercera parte de la trilogía que empieza con el Pan desnudo. Entre medias está Tiempo de errores que leeré lo antes posible porque narra su traslado a Tetuán para estudiar, siendo un muchacho de veinte años analfabeto y donde entraría en contacto por primera vez con la literatura. Este me ha gustado bastante menos que el primero. Historias sin tanto agarre. “El hambre como paisaje moral” se decía en el Pan. En este el personaje que narra es ya un escritor, ha dado clases en el instituto pero sigue siendo un ser con falta de afecto. La infancia de cada persona marca la vida de cada persona y la de Chukri fue una infancia difícil, con un padre que maltrataba a toda su familia y de la que tuvo que huir.
  No obstante tiene su estilo y mantiene su potencia. En el capítulo “La herencia” comienza de manera aterradora. Cómo no seguir leyendo. “Heidi volvió de la guerra de Indochina con los brazos amputados. Sabía por qué había vuelto, pero no por qué había ido a esa guerra”.
  Son todos personajes anclados en una historia trágica y en una tierra cruel pero a la vez se percibe que todo está impregnado de vida.
  La edición está a cargo de Debate, con tapa dura y una fotografía de portada en la que un padre y ¿su hijo? bajan una escalera de un barrio humilde y se dirigen a cualquier lado. El joven va descalzo y sonríe. El adulto coge de la mano al joven y pisa un charco.

viernes, 23 de noviembre de 2018

EL RASTRO. RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA.




Después de escuchar las dos magníficas conferencias sobre el Rastro que impartió Andrés Trapiello hace unos años en la Fundación Juan March, en las que se hablaba mucho de este libro, lo vi en el stand de Recoletos donde se exponen los libros editados por la asociación de libreros, en el de otoño. ¿O fue en verano? No sé, el caso es que en el Paseo de Recoletos montan la ristra de casetas dos veces al año, en una hace frío, octubre, y llueve a menudo y en la otra hace mucho calor, finales de mayo o junio. Veo en las anotaciones que hago siempre a lápiz que lo adquirí en mayo. Qué mes más hermoso para ver y comprar libros. El libro es una copia de la que fue segunda edición y tiene el prólogo -quién mejor que él- de Andrés Trapiello. Por cierto que acaba de salir al mercado la obra de éste sobre lugar tan singular; será mi regalo de reyes en estupenda edición de Destino con las pintas inmejorables de su otro libro, Las armas y las letras.
Mi experiencia en el Rastro no da para mucho. Voy una vez cada dos o tres meses y casi siempre llego de vacío a casa, si acaso con algún libro de saldo, a dos, tres o cinco euros. Nunca los he visto a cuatro, curiosamente. Se nota que la gente acumuladora de libros se está muriendo. Hay verdaderas montañas y pocas son las personas que se interesan. Eso sí, las que se ponen a rebuscar lo hacen con verdadera neurosis, con estrés, con ansia. Quién sabe qué tesoro habrá escondido debajo de ese montón, en las cajas aún por desembalar. Hay otros puestos en los que se venden libros nuevos a mucho mejor precio que el de los comercios donde son tan rígidos. He visto la Vida del Dr. Samuel Johnson por treinta euros. No sé cómo pueden conseguir esos precios a no ser que sean robados.
Hace poco compré una goma de tirachinas. Tenía desde hace muchos años un machete en cuya funda va engarzado uno y hace mucho que se pudrió la goma. Me hacía ilusión tenerlo listo otra vez. ¿Lo voy a utilizar? No. Lo he guardado en su caja y seguramente cuando vuelva a abrirla estará otra vez inservible. Pero quizá sin saberlo algo se ha ordenado un poco más dentro de mí.
Este mismo domingo, nada más llegar, en El Campillo del Nuevo Mundo, en el puesto de libros más inmediato, el librero le decía a un posible cliente que acababa de irse Trapiello con su amigo Bonet así como dos o tres mujeres. Enseguida fui en su busca pero ya se sabe que en el Rastro solo se encuentra lo que no se busca.
El libro de Gómez de la Serna está escrito cuando el autor contaba 23 años. Parece mentira que se pueda escribir así con esa edad. Se puede jugar muy bien a tenis siendo casi un niño; que se lo pregunten a Nadal. Se puede tocar el piano muy bien a los cinco o seis años, que se lo pregunten a Mozart y a unos cuantos miles de niños en Japón y a unos cuantos millones en China, pero para escribir de esa manera hace falta tener una experiencia de vida, una cultura y una estética avanzada que cuesta mucho tener; es más, casi nadie consigue ese nivel en toda una vida.
Enseguida se da cuenta uno de que el texto es en realidad una lista, una lista de cosas que tienden al infinito, un infinito cambiante. Como un río, el Rastro nunca es el mismo. Puede uno ir cada domingo y encontrar a tipos distintos, cosas distintas, colores distintos, atmósferas distintas, olores distintos. El último día en una tienda vendían cuatro soldados de escayola casi a tamaño natural, soldados vestidos como los de Napoleón, en actitud cariacontecidos, firmes e imperturbables, como cuatro Cariátides salidas de las fosas de los miles soldados de terracota hallados en China.
  En el prólogo de Trapiello se advierte al lector: “Métete lector en sus páginas y no te preocupe si aquí o allá pareces aburrirte o estancarte o marearte un poco con la brillante exhibición ramoniana. Este es un árbol copioso, verde y pleno de savia”. Es verdad. A veces uno se atasca, pero se atasca como cuando va uno por la selva y tiene que ir cortando hojas enormes, filigranas de flores, lianas carnosas. Al final llegaremos a un claro hermoso y nos sentiremos como en casa.
  A veces es cruel como solo puede serlo un joven con la triste vida por delante: “La vejez innoble, descuidada, enervada, emplastada, que solo acaba viviendo de su ardor fecal, la vejez de casi todos los viejos es como la confesión del crimen, de la insensatez de su juventud, en la que no cuidaron de buscar motivos sinceros de vivir, juventud en la que no tuvo firmeza y franqueza la sensualidad, juventud de la que no asumieron los principios libérrimos, juventud que hizo casual, inmerecida, ambigua, contradictoria, su propia belleza; crímenes que no pueden prescribir con la vejez, porque bien mirado es la vejez tan inmediata a la juventud, que el momento implacable, injusto, anodino, impasible, de esa juventud no ha pasado por ningún largo trámite depurador y transformador”.
  “-Y esa máquina, ¿para qué sirve?- se les pregunta a los prenderos. Ellos no lo saben. Ellos la conservan porque esperan a ese alguien que vendrá por ella, que sabrá apreciarla en todo su valor”.
  El Rastro es un inmenso cubo de basura moderno de cosas antiguas. También a la vez un cubo de basura moderno donde podemos hallar unas mesitas de noche sin estrenar como las que encontré una vez y se llevaron mis padres para su casa de la playa.   

viernes, 16 de noviembre de 2018

LA MANIA. Andrés Trapiello.



  Octavo tomo del Salón de los Pasos Perdidos que leo. Su antiguo propietario, Emilio Carrasco, no subrayaba nada, lo ha cuidado bien; tan solo, muy de vez en cuando, cruza con lápiz una errata, o planta un tímido signo de interrogación. Apenas diez o doce en 815 páginas. La lectura de estos libros, como el mar, como el fuego, es para mí como un ensimismamiento. El lector, al menos éste, no siente el paso de las páginas, tan liviano como el paso de los años. Creo que ya conté que la recomendación que me dio el autor, en la feria del libro de la primavera del 18, es que leyera el último y luego empezara por el primero y fuera avanzando. No le hice caso: leí el último, Mundo es, luego El Gato encerrado, el primero, y a partir de ahí fui comprando y leyendo hacia atrás en el tiempo. Son cada vez un año más jóvenes, Andrés y su mujer; más niños sus hijos. Permanecen inalterables en cambio sus conferencias, quitando el que los contrincantes son distintos, sus pesados viajes promocionales, los pocos premios, las Viñas, el Rastro, los paseos, el paso de las estaciones, la naturaleza, los gatos, los perros y los pájaros. Por cierto que estos días ha aparecido su libro sobre el gran mercado madrileño y hace un par de días he comenzado a leer el libro sobre el mismo tema de Ramón Gómez de la Serna. Parece mentira que eso lo haya escrito un muchacho de 23 años, claro que para el autor madrileño esa era ya una edad madura teniendo en cuenta que con diecisiete ya empezó a publicar.
Ya tengo ubicado el siguiente en una librería de Salamanca, La Cosa en sí, otras setecientas y pico páginas de gozo correspondientes al año 2000 y por solo 18 euros. ¿Será del mismo dueño? Dice que tiene el sello del antiguo dueño. Estaría bien saber las andanzas, las aventuras y el porvenir de los libros.
Si tuviera que resumir este tomo podría utilizar prácticamente los mismos temas y palabras que los anteriores. Una visita a León para reunirse con su familia. Las Viñas y los problemas con sus hijos porque quieren pasar fuera la noche vieja, siendo tan jóvenes entonces. Las librerías de viejo, donde casi siempre se va de vacío como me ocurre también a mí. El 99 por ciento de lo que hay es la repetición de saldos de quisco mil veces manoseadas. Pocas cosas de interés, y cuando se encuentran, ya las tiene uno, como dice él.
Ayer tarde, 15 de noviembre, comí con unos compañeros en el centro de Madrid. Casa de Asturias. Comida buena y en abundancia, lleno de comensales. A las cinco de la tarde rehusé ir con algunos a seguir bebiendo. Ya tenía grabadas, por previsibles, las conversaciones. Recuerdos de los viejos tiempos, historietas mil veces escuchadas. Preferí marchar caminando hasta una librería de viejo que me recomendó Jesús, otro amigo al que le gustan estas cosas. Estaba a más de dos kilómetros. Librería Dodó, cerca del metro de Quevedo. Nada si es con la temperatura más que agradable para un mes avanzado de noviembre. Hay humedad y huele a hojas pudriéndose en el suelo. Paso por calles que hacía tiempo que no pisaba. La plaza del Dos de mayo. La librería está bien abastecida y ordenada. El dueño tiene un acento extraño aunque es, me dice, de Veracruz, estado de Méjico. Algunas veces me dice que si necesito algo se lo pida. Tiene libros buenos pero la mayoría son corrientes, mil veces vistos. Por llevarme algo y hacer gasto me llevo por cinco euros aquella primera novela que tanto éxito tuvo hará una década: Bilbao-New York-Bilbao, de Kirmen Uribe.
  El libro, como se ha dicho, de más de ochocientas páginas, lo he leído en un par de semanas. He comprobado que cuando estoy disfrutando de la lectura, estoy más contento. Y también que no me importa tardar más o menos. Cuando es desagradable o aburrida me impaciento, quiero acabar pronto pero a la vez no abandonar.
  He subrayado poco porque es querer fijar un río o una ola del mar. Todo fluye a través del año sin que uno se dé cuenta. “Claro que a Cervantes, salvada la indecorosa proximidad, le ocurrieron también incontables aventuras y al final de lo que escribió fue de cosas que pasaron la mayor parte entre Puerto Lápice e Illescas”. Trapiello es, comparando, como un gaditano de esos al que le salen genialidades casi sin pensar, gracioso, donde una palabra, un adjetivo, es capaz de causar hilaridad. “El libro –habla de un libro que lee en ese momento- está escrito haciendo uso del cesáreo presente histórico y del pretérito tacitano, lo que da como resultado algo parecido a lo que en gastronomía pudieran ser bombones al ajillo”.
  A veces el autor hace alabanzas de la literatura realista. A mí me gusta. “Lo único que no aburre ni cansa nunca es la vida, quizá porque no tiene argumento”. Y es que estos libros, mal que les pese a algunos, están llenos de vida. De aquí a nada saldrá el siguiente. Lo poco que compre hasta el final de año será de Trapiello: Su Rastro, el nuvo de los Pasos perdidos, La cosa en sí.