sábado, 29 de noviembre de 2014

EL GIOCONDO. FRANCISCO UMBRAL.




 El Giocondo es una novela del año 70 del que fuera contraportadista de El Mundo durante infinidad de años. Era lo primero que leía yo tomando el café de la madrugada si encontraba el periódico libre. Siempre me pareció un milagro que se pudiera volar, diariamente, con esa agilidad  sin darse un morrazo. Ese mismo año envió a la imprenta dos libros más porque al escritor madrileño se le murió un hijo con seis años de leucemia y eso te hace tirar por dos o tres caminos posibles: tirarte de un puente, pegarte un tiro o amarrarte a la silla de la escritura para no volverte a levantar nunca más. Su escritura, su estilo,  era como un volcán de pus mortal en el que de vez en cuando podías oler la fragancia de una rosa.
  El libro lo podría haber firmado Almodóvar una década antes de la movida madrileña si hubiera tenido el talento necesario. Va de un joven homosexual que frecuenta diferentes antros y acompaña a diferentes tipos excéntricos. Tipos abatidos que no esperan de la vida más que alguna caricia prohibida... No me ha gustado porque me ha recordado los años grises de mi infancia en esa España uniformada de orden y malos olores… y qué bien lo explica: “¡Ah, el olor de los alientos! ¿Cómo pueden ese hombre y esa mujer, o esos dos hombres –se preguntaba a veces el Giocondo- besarse, hablar tan cerca el uno del otro, bailar juntos, con esa fetidez que exhala el personaje? ¿Es que el otro no tendrá olfato? ¿Cómo se puede soportar eso?...”.
  Me he sentido mal leyendo este libro y al final he acelerado de lo lindo para salir de ese mundo ya felizmente acabado, polvoriento. O quizá no, pero al menos las paredes, en los antros, ya no están forradas de brillante terciopelo granate.

viernes, 14 de noviembre de 2014

ETAPA 3. MELIDE – O PEDROUZO. 11 DE SEPTIEMBRE DE 2014.



Son las siete de la mañana y ya estoy en la cafetería de la pensión. Pido un zumo de naranja, un café con leche y cuatro churros que al poco se convertirán en seis. Están riquísimos. El caminar todo el día hace que uno tenga siempre hambre. Me pongo en camino y me pregunto si coincidiré otra vez con Arantxa. Recuerdo las conversaciones. Al ser de Bilbao tocamos el tema vasco de forma tangencial, sin entrar en detalles, sin tener que entrar en detalles. Lo que dije lo dije con sinceridad: había estado hacía poco pasando un fin de semana en Bilbao y me pareció una ciudad maravillosa. Una ciudad que ha recuperado un río y un paisaje. Donde el museo de Gugeenheim brilla en la ría como una joya. En la que todo está limpio y como recién regado. En donde hay infinidad de sitios para comer bien y en donde uno puede recorrerla dando un largo paseo. Es una ciudad acogedora.





   En la calle la luz de la farola ilumina un círculo débil y deja en sombra al cruceiro centenario. Ya se ven algunos madrugadores como yo. En el camino siempre se madruga mucho y se recoge uno pronto. Al poco de empezar a caminar comienza a clarear el día. Siempre da alegría ver cómo sale el sol. Las plantas están llenas de rocío y todo huele a húmedo, a naturaleza en descomposición; a vida. Ésta va a ser la etapa más larga de todas pero me lo tomo con calma. Después de dejar senderos y bosques el camino discurre pegado a la carretera M-547, y de pronto el recuerdo de hace cinco años se aviva al entrar en la calle recta del pueblo de Arzúa. Aquí fue donde paramos a desayunar después de salir de Melide. En esa cafetería pedimos todos lo mismo para que los gastos y las consumiciones fueran las mismas para todos. Cosas de la convivencia. En la puerta hay dos hermanas y la pareja de una de ellas a las que les pido que me hagan una foto. Llevan caminando desde Roncesvalles. Hablamos de las vicisitudes del camino y nos contamos un poco la vida. Luego me alcanzarían llevando un ritmo endiablado. A la salida del pueblo entro en una frutería y compro un buen racimo de uvas. Este año en todas partes están especialmente buenas: dulces, crujientes, casi sin pepitas. Me paro en una fuente a comerlas y a ver el correo. El sol calienta cada vez más. Un matrimonio joven pasan con sus dos hijos pequeños. Me admira la capacidad de convicción que deben tener esos padres para hacer caminar durante horas a dos mocosos.




   Me pasa un grupo de jóvenes acompañadas por un chico que al parecer es el porteador. Lleva una mochila descomunal mientras ellas van ligeras de equipaje. Les ofrezco uvas pero nadie quiere probar el néctar del que están hechas. Les cuento mi vida de caminante y se asombran de la velocidad y kilómetros que hago cada día. Me dicen que no les extraña a tenor de los gemelos que gasto. La vanidad me sube y no me gusta.



  El camino se llena de vapor, tanto de la niebla como de la humedad del suelo que comienza a elevarse con el calor. Encuentro un puesto de frutas y de productos en el que nadie atiende. Hay una caja metálica en la que se echa la voluntad. Por ejemplo la voluntad de un plátano son cincuenta céntimos. Me gusta la idea y como uno que me sienta de maravilla.



  En una especie de pequeño merendero hay un ciclista que está encima de una mesa metido dentro de un saco de dormir. Todo está empapado. Pienso que hay personas que no pueden pagarse ni siquiera un pobre albergue. Me siento mal al poder permitirme mis lujos pero no así cuando los disfruto.



De entre los símbolos, recordatorios, carteles, esculturas y demás material dejado por los peregrinos uno de los que más me ha asombrado es el de una especie de lápida en la que se puede leer un nombre, Miguel Ríos, y las fechas de su nacimiento y muerte: 1962-2011 y debajo la foto de una mujer, ¿su mujer? No se sabe. 



Hay una valla de piedra que rodea un mesón del camino y en lo alto de la valla hay infinidad de botellas de cerveza. La cosa consiste en escribir en la botella el nombre del bebedor, poner la fecha y dejarla allí junto a las otras. La señora que me sirve la mejor empanada de bacalao que he comido jamás me promete que al final de año publicarán en el facebook la fotografía de cada una de las botellas. Es una cerveza casera que hacen en Santiago. La señora me ofrece más pero a pesar del hambre y de las ganas rehúso porque he de seguir caminando. Es la etapa más larga de todas. Aún me quedan trece o catorce kilómetros. A partir de ahí se produciría el tramo en el que más agotado me sentí. Parecía que no iba a llegar nunca el pueblo de O´Pedrouzo.





En muchos tramos se discurre paralelo a la carretera. Por la noche la farmacéutica me contó que hacía unos meses un camión arrastró a un muchacho alemán al engancharlo por la mochila. Quedó destrozado. La verdad es que es el tramo más pestoso. Para llegar a la pensión tuve que preguntar varias veces. Al final llego a las cuatro de la tarde. La dueña es simpática y me ofrece llevarme a un local donde pueden darme de comer a esas horas. La habitación es espectacular. Una gran cama y un baño descomunal. Tengo las piernas hinchadas y llenas de polvo. Me ducho en dos minutos y me acompaña al pueblo que está a menos de quinientos metros, pero estoy cansado y rozado hasta el punto que al caminar parezco un niño de pañales. En el restaurante pido el menú ejecutivo. Tiene dos buenos trozos de pescado que ayudo a comer con cerveza. En la televisión está la vuelta en la que va arrasando Contador. Luego camino como puedo hasta la habitación donde caigo rendido y duermo hasta las ocho. A esa hora salgo a buscar un sitio donde tomar mi ración de pulpo diaria. La señora me lo ofrece de otra manera: pulpo en su estado natural: a la plancha con sal y aceite. Está sabroso. Hay muchas pandillas que demuestran tener mucha confianza. Se ve que algunos y algunas están algo bebidas, sobre todo una que no para de pedir jarras de sangría. No me importa estar solo esta noche. En la farmacia consigo una buena crema para las escoceduras de la entrepierna. Duermo plácidamente.