El Giocondo es una novela del año 70 del que
fuera contraportadista de El Mundo durante infinidad de años. Era lo primero
que leía yo tomando el café de la madrugada si encontraba el periódico libre.
Siempre me pareció un milagro que se pudiera volar, diariamente, con esa
agilidad sin darse un morrazo. Ese mismo
año envió a la imprenta dos libros más porque al escritor madrileño se le murió
un hijo con seis años de leucemia y eso te hace tirar por dos o tres caminos
posibles: tirarte de un puente, pegarte un tiro o amarrarte a la silla de la
escritura para no volverte a levantar nunca más. Su escritura, su estilo, era como un volcán de pus mortal en el que de
vez en cuando podías oler la fragancia de una rosa.
El libro lo podría haber firmado Almodóvar
una década antes de la movida madrileña si hubiera tenido el talento necesario.
Va de un joven homosexual que frecuenta diferentes antros y acompaña a
diferentes tipos excéntricos. Tipos abatidos que no esperan de la vida más que
alguna caricia prohibida... No me ha gustado porque me ha
recordado los años grises de mi infancia en esa España uniformada de orden y
malos olores… y qué bien lo explica: “¡Ah, el olor de los alientos! ¿Cómo
pueden ese hombre y esa mujer, o esos dos hombres –se preguntaba a veces el
Giocondo- besarse, hablar tan cerca el uno del otro, bailar juntos, con esa
fetidez que exhala el personaje? ¿Es que el otro no tendrá olfato? ¿Cómo se
puede soportar eso?...”.
Me he sentido
mal leyendo este libro y al final he acelerado de lo lindo para salir de ese
mundo ya felizmente acabado, polvoriento. O quizá no, pero al menos las paredes,
en los antros, ya no están forradas de brillante terciopelo granate.
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