He pasado unos días en la playa. Es un pueblo pequeño y nada turístico llamado La Torre de la Horadada. Se llama así porque tiene una torre vigía del año 1591. Actualmente está destinada para uso privado. He intentado hacer una vida rutinaria dentro de lo placentero que es estar de vacaciones. Por las mañanas, bien temprano, antes de que el calor apriete, una carrera por la playa hasta El Mojón, cerca de la marisma. Asustando a las aves que corretean por la orilla. Allí, flexiones, reflexiones y estiramientos, y luego vuelta. Más tarde una ducha con agua fría y bajar al bar de la plaza, toda en sombra, y sentarme a desayunar: media de tomate, tres churritos, café con leche y zumo de naranja. Leyendo La Mancha Humana de Philip Roth. Los camareros son muy amables y serviciales, en especial S., una extranjera rumana, alta, rubia, guapa y escultural, con acento, más que rumano, murciano; espabilada como ella sola, solícita, llamando a todos “cariño”, siendo la persona a quien todos se dirigen y preguntan, que sabe diferentes idiomas. La admiro y estoy seguro que podría atender, dirigir, cualquier negocio.
La novela de Roth es de las más potentes que he leído de él, que son muchas. Me encanta enfrascarme durante más de una hora en la historia que me cuenta; la historia que le cuenta el rector Coleman a Zuckerman, su alter ego. En la novela se habla de muchas cosas pero sobre todo de la estupidez humana, del grado de estupidez al que ha llegado la sociedad americana actual. Estupenda la diatriba contra Mónica L. y sus once mamadas al presidente Clinton.
No bajo a la playa por las mañanas; me molesta demasiado el sol puro del mediodía. Prefiero las tardes cuando el sol se oculta detrás de las casas bajas del pueblo y la luz se va dorando, y la arena de la orilla se va volviendo de color más suave. Va quedando poca gente. Suele ser gente mayor que pasea tranquila o lee en las hamacas. A mi derecha hay dos mujeres de unos treinta años con dos niñas pequeñas, negras y preciosas. Una de las mujeres –parece española- es muy esbelta y lleva un sombrero como el de los vaqueros, con las alas plegadas a los lados. Sentado en la orilla está el que debe ser el padre de las niñas. Es un ser humano magnífico. Debe medir más de uno noventa, su piel es negrísima y brillante. Estilizado como un príncipe masái. Se lleva a las niñas al mar y juega con ellas. Es una delicia contemplar su porte y su gracia para moverse. Me fijo en otros ejemplares a su alrededor y me pregunto: ¿dónde está la superioridad o inferioridad y con respecto a quién? Veo a una pareja de gordos sumergidos como hipopótamos. Están abrazados y se ve que entusiasmados: él la tiene cogida por el culo y de pronto asoman sus pies a los lados del cuerpo de él. Un niño, que debe ser su hijo, también gordo, merodea cerca de ellos y se ve que la pareja preferiría que fuera a jugar por ahí, más lejos. Miro a las personas mayores e imagino cómo serían de jóvenes. Cómo ha trabajado el tiempo en sus cuerpos. Y me digo: el negro, el negro es el puto amo de toda la playa. Y sigo pensando: la gente quiere ser como él a pesar de todo lo que ha significado ser negro en la historia. La gente toma el sol para estar como está él. De dónde habrá venido y qué sorteos habrá superado. Él es como todos quisiéramos ser. Nosotros estamos mil veces mezclados con leche y sangre de mucha peor calidad. Estoy seguro.
1 comentario:
¿Tú crees que el padre de las niñas "Es un ser humano magnífico"?
Y luego otra: "Cómo ha trabajado el tiempo en sus cuerpos".
No mejoras nada, chico. ¿De verdad quieres ser escritor, o quieres ir de escritor por la vida?
No se salva ni un párrafo, madre mía.
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