viernes, 5 de noviembre de 2021

El arca de las palabras. Andrés Trapiello.

 


  A veces tengo que hacer alguna gestión a Madrid. Al principio del verano fui a Moncloa y después, caminando, fui hasta el museo Thysen pero no había pase hasta mucho más tarde así que al final acabé en la  Cuesta de Moyano. Allí recorrí como siempre en sentido contrario, todas las casetas: desde Pío Baroja hasta el quiosco de prensa donde echo un vistazo y enfilo al metro para volver a casa. Me encanta caminar por Madrid kilómetros y kilómetros, preferiblemente cuando me pierdo, y descubro sitios desconocidos. El caso es que vi este libro de Trapiello, uno de los más queridos por él. Me pidió diez, le ofrecí ocho pero no quiso regatear y me lo llevé por diez. Hubiera pagado el doble y aún más. Es una maravilla. Trapiello siempre me alegra, me deslumbra y me enseña.

  He empleado justo dos meses en leerlo. Un picoteo en estricto orden: un día una palabra, otro veinte, algunas veces cuatro o cinco palabras, dejándolo para reposar, para que fuera ganando cuerpo como los buenos vinos. Es mejor creo yo de apoco porque es más el deleite. Tuvo para hacer este libro un lazarillo: otro diccionario, el de Calleja y algún otro clásico para resucitar palabras y darles otro empujoncillo en esta vida.

  Algunas entradas, que es en lo que se convierten algunas definiciones, me han ido gustando tanto que las he rodeado con una galleta de lápiz. Una en una página, a veces ninguna durante tres o cuatro, a veces tres o cuatro en una. Las iré copiando aquí porque de alguna manera me hicieron reír o al menos sonreír y siempre pensar.

 “Nos entristece del caracol no tanto el que no pueda desplazarse más deprisa, como el que, haga lo que haga, no pueda salir de casa”.

 “Contra lo que opinan los pedagogos, el carácter no se puede forjar; lo más que hace uno con él es teñirlo”.

  “El arte moderno ha sustituido la paleta del pintor por el cuezo”.

  Es agradable sentir dentro esos chisporroteos.

Esta entrada me ha recordado el delicioso libro de Leys sobre los saberes inútiles:

“Todo viene de algún sitio, y así la trementina se saca de la destilación de un arbusto que se llama terebinto, por lo que el alcohol que destila se le llama también terebentina, y de ahí, trementina. Éstas son la clase de cosas que le hacen a uno creerse más culto y más feliz, lo cual explica bastante bien la clase de desdichados que somos”.

  “Corregir es la golosina del escritor. Y de hecho, al buen escritor lo que mejor se le da no es escribir, sino corregir”.

A veces discrepo de él, cosa rara aunque no imposible.  Dice desconfiar de los entomólogos pues Jünger es nazi, y entomólogo. Me he leído todos los diarios de Jünger y es lo último que pensaría de él. A no ser que se pudiera calificar también de nazi al Papa Ratzinger, a Günter Grass o al mismísimo Berlanga por haber luchado del lado alemán.

Todo lo más concedo que Jünger sea como el erudito coronel nazi de Malditos Bastardos. Pero sin ese sadismo.

 

  Otra entradita llena de sabiduría: “En un mundo como el nuestro, no hay manera humana de ganar sin que parezca una indecencia”.

Otra frase para recordar porque la he dicho tantas veces no tan bien: “Las revoluciones las hacen unos, pero las disfrutan siempre los rezagados”.

 

Enemigo del concepto “aburrimiento” –siempre digo, sin querer presumir, que esa palabra no encaja en ningún día de mi vida- acabo de leer una frase que de algún modo la ensalza. O al menos le da una categoría útil. La recuerda Trapiello pero es de Bergamín: “El aburrimiento de la ostra produce perlas”, que enlaza con el grabado de Goya, la razón y sus monstruos.

- Los rebaños, aunque parezca mentira, cuanto más numerosos, más gobernables.

- En realidad las greguerías son un rebozo, como el que llevan las gambas a la gabardina.

- ¡Cuánta desesperación siempre en un rebuzno!

  El pervertido siempre lleva los bolsillos llenos de caramelos de una u otra clase”. A. Trapiello.

  “Los hombres empiezan a ser proustianos el día en que oliendo una goma de borrar advierten despavoridos todo lo que ha borrado el paso del tiempo”.

  “Al fin entiendo que paciencia venga de pacer. Aunque sería mucho más lógico que viniese de rumiar”.

 

 

  A veces los libros parecen hablar entre sí. Leí ayer en la biografía de Napoleón: “En 1797, durante la campaña de Italia, padeció de hemorroides, pero las eliminó después de aplicar tres o cuatro sanguijuelas”.

  Del libro de las palabras de Trapiello leído ese mismo día: “Y pensar que una sanguijuela era hasta hace unos cien años poco menos que un doctor en medicina”. Estas cosas, bastante idiotas la verdad, me producen una gran satisfacción.

“Ni valor ni cobardía, ni exceso de lucidez o una ofuscación, ni una enfermedad ni una huida de ella, el suicidio no es más que la última de una cadena de desdichas”.

 

  Otra vez un diálogo entre libros. En el de Juan Manuel de Prada se habla del escritor japonés Shusaku Endo quien, dice, estuvo a punto de ganar el Nobel. Y habla de una novela ambientada en el s. XVII en la que misioneros jesuitas que fueron a evangelizar a Japón fueron perseguidos y torturados para impedir eso, la evangelización. Se llama Silencio. Y en el libro de Trapiello: “Jamás nadie ha besado la mano de una mujer madura como los jesuitas, quizá porque nadie ha entendido tanto como ellos, tan milicianos, el valor de las jerarquías”.

   Leyendo El Arca me ha hecho recordar aquella vez que mi padre siendo un niño de seis o siete años fue a jugar con otros a las vías de una mina cercana. Es una de sus “historias” recurrentes en cualquier reunión familiar que se precie. Bueno, pongo primero la entrada:

“Teníamos prohibido ir a las vías del tren, pero no salíamos de ellas, y allí transcurrió mi infancia, poniendo monedas sobre los raíles a unos trenes cuya llegada espero aún, sabiendo que si llegan, llegarán cada vez más vacíos”.

  Es increíble a los lugares que me transporta este hombre. Bueno el caso es que mi padre, jugando, se colgó de una vagoneta con la mala suerte de que su pie se descolgó de más y la rueda de hierro le pasó por encima de su dedo gordo. Quedó colgando a partir de la primera falange junto con el trozo de la sandalia. Los demás niños salieron corriendo para avisar. Las curas consistieron en terminar de quitarlo, puntos de sutura y calmar el dolor con aquellos medios. Estamos hablando de hace más de ochenta años. Él lloraba. Dentro de la tragedia una de las cosas en las que más se detiene, una de las más conmovedoras, es en contar cómo su madre (eran cuatro hermanos; él el más pequeño) le acariciaba su pie y cómo, en un gesto que iba desde el tobillo al dedo herido sin tocarlo, como de maga, expulsaba el dolor de su cuerpo “fuera, fuera” mientras le cantaba las nanas más dulces. Sólo así encontraba alivio y consuelo. Estuvo así horas y horas sin poder despegarse ni un minuto. Eso, contado por un anciano de ochenta y tantos años conmueve cada vez. El dedo quedó con el mismo aspecto que un higo seco.

  Me siento identificado en tantas cosas... “Creo que sería el sueño de todo el mundo: a la perfección por la pereza”.

 

  Este libro le ha costado, si no lo suyo, sí al menos treinta años: “Se llamaría a engaño quien pensara que este diccionario es una suma de improvisaciones. Llevaba uno escribiéndolo treinta años”.

  Cuando terminé de leerlo el otro día me dirigí a él en su página de lectores de Trapiello en el Face. Esto es lo que le dije y me quedé corto.

 “un picoteo de lectura diaria en estricto orden. Ha sido un inmenso placer. Dice no saber, al final del prólogo, a dónde irá este libro. Decirle que al menos halle gado al corazón de un lector agradecido.

  “Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas”, del Libro del Desasosiego, de Pessoa cuya relectura termino hoy. Deseando leer el siguiente de mi queridísimo Trapiello. Tanto me gusta y hablo de él que un amigo me decía: “te debería invitar a unas cervezas”. Sí pero pagaría yo por ser tanto lo que le debo.

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