Para acercarme un poco a los que detestan sin
paliativos a Fernando Aramburu en cuanto a la insustancialidad por su manera de
escribir, y en contra de lo dicho a raíz de la lectura de las dos novelas anteriores,
cosas buenas de Patria y Años lentos, diré que su “Viaje con Clara por
Alemania” es eso: pura nadería. De bajón. Se supone que en un libro de viajes
el autor ha de hablar de sus circunstancias y de los sitios que visita: si se
quiere también del clima, de la historia, de los conflictos o guerras habidas o
por haber, de lo que sea, con tal de que sea interesante; pero no, Aramburu en
esta ocasión solo habla de lo suyo, de cosas ocurridas poco más allá de su
ombligo, como esos turistas plastas que convocan a la vuelta de sus viajes a
los amigos o a la familia a tomar un café con bollos y te fríen a vídeos, fotos
y comentarios de sus vacaciones. Que si habla de las que alquilan su vagina en
un barrio de Hamburgo, de que si su novia tiene diarrea en las murallas de un
castillo antiquísimo, de que si el sobrino es más o menos autista, etc.
Dice al principio del capítulo 17: “¿A mí qué
me importa el escritor Arno Schmidt? ¿Qué me importa a mí en realidad la vida
privada de ningún escritor? Un día, mucho antes de emprender nuestro viaje por
Alemania, le dije a Clara que los escritores no son más que las cáscaras
desechables de sus obras”. Debería haberse aplicado el cuento que predica con este
libro.
Es
pretendidamente cómico y gracioso (él mismo dice al final del libro que su
hermano, editor, que tiene intención de publicar estas cosas, lo ha encontrado
divertidísimo) pero yo solo soy capaz de sentir un impulso caníbal para
arrancar ésta o aquélla hoja de un mordisco: pero claro, en cuanto a libros, no
me lo permite mi religión, y menos a un libro negro Tusquets.
El autor-personaje, que en esta ocasión se hace llamar “ratoncito”, emprende un
viaje por Alemania con Clara, su mujer, quien tiene la intención de publicar un
libro de viajes sobre Alemania y, si triunfa, dejar de dar clases en un colegio
lleno de adolescentes asilvestrados. Con esta excusa él dice tener más libertad
para darle forma y fondo, porque no es para publicarlo, confiesa, de boquilla,
claro. Error; las “anécdotas”, apocadas, sin importancia, aburren a un muerto y
no se aprecia la más mínima nota cultural o humana sobre los sitios que se
visitan.
Gran decepción. Me costará retomar la confianza en este escritor, con la
ilusión que me hacía su “viaje”.
Y el caso es que da la impresión de que
Aramburu es consciente de todo esto. Hacia el final del libro –por fin-
reconoce una cosa: “Sin ser escritor ni abrigar la pretensión de serlo, he
escrito un libro y, lo que aún entiendo menos, me lo van a publicar”.
A mí me pasa lo mismo: no entiendo cómo le
han publicado esto. Y otra pregunta que me hago: ¿Lo hubieran hecho los
editores de haber sido un escritor anónimo? ¿Novel?
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