Editorial
Mediterráneo. Madrid, 1973.
Allá por el
mes de junio, antes de que el calor se instalara para siempre en el asfalto de
Madrid y en mitad de la quincena de la feria del libro del Retiro, pasé de
vuelta por la Cuesta de Moyano hacia el metro. Allí, en ese mercado de género
crudo pero alimenticio, cuando la luz era ya incierta y caían finas y
esporádicas gotas de lluvia, encontré solo un puesto abierto. El hombre ya
estaba cerrando y más por pena y solidaridad que por otra cosa, me detuve y compré
por menos de lo que cuesta un café –aunque eso siempre es relativo, que se lo
pregunten al ex presidente del gobierno-, un ejemplar de las memorias de
Casanova y otro, En Ausencia de Blanca, de Muñoz Molina. Era un librito el del
seductor italiano con letra de pulga. A partir de ahora, debido a la edad y
delicadeza de los ojos, no volveré a comprar un libro con las letras tan
pequeñas. Eso es como fumar: acorta la vida de las personas; en este caso el
esfuerzo de leer los diminutos caracteres acorta la vida de los ojos, de la
lectura. Y no quiere uno pertenecer al club de los dones y la ironía.
Las memorias de Casanova están llenas de
aventuras amorosas desde que se convirtió en poco más que un adolescente. Sabía
aprovechar el tiempo. En no pocas ocasiones debió poner pies en polvorosa
porque había seducido a esta o aquella mujer, generalmente casadas o
comprometidas. Al parecer a ellas también les gusta. Cómo no caer rendidas por
un seductor profesional; ellas generalmente aburridas y encerradas en casas lúgubres
con pocas visitas. Pero otra cosa que le gustaba era viajar, así que no tenía
muchos problemas en cambiar de vida.
De entre todos
los sitios en los que recala uno de los más interesantes es España; normal.
Tuvo no pocos problemas con las autoridades. Incluso estuvo preso un tiempo por
haber seducido a la mujer del capitán general de Cataluña. Tuvo como protector
al Conde de Aranda y le salvó de no pocos aprietos.
En Zaragoza
visitó una plaza de toros y se quedó asustado. “En Zaragoza las corridas de
toros son más brillantes que en la capital. Ocurre algunas veces que la lucha
acaba con la muerte de algún torero. No comprendo el interés que muestran los
españoles por este espectáculo; hay que ser español para gustar su encanto”.
Ahora se diría que es un taurino frente a los animalistas.
Y para
terminar una pulla: “¡Cómo te compadezco, pueblo español! Los bienes que la
naturaleza ha prodigado en tu suelo, son la causa de tu eterna miseria; esa
belleza y tu riqueza natural han causado tu indolencia y tu incuria, del mismo
modo que las minas de Méjico y Perú han alimentado tu orgullo y tus prejuicios.
Y aunque esta opinión semeje una paradoja, encierra una gran verdad. España
necesita regenerarse, lo cual sólo puede ser resultado de una invasión
extranjera, única capaz de reanimar en el corazón de los españoles el fuego del
patriotismo y de emulación que amenaza extinguirse por completo. Si España
llega alguna vez a ocupar, dentro de la gran familia europea, su glorioso
rango, temo que sea a costa del más terrible trastorno. Sólo el estampido de la
pólvora puede despertar esos corazones de bronce”. Justo después de este
párrafo conoce a la italiana mujer del capitán general. Él era así.
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