miércoles, 30 de septiembre de 2015

3ª ETAPA. PADRÓN-SANTIAGO DE COMPOSTELA. Y REGRESO A CASA. 11 de septiembre.


   Tengo el despertador preparado para las siete de la mañana. No me hace falta dormir más. Tan solo me quedan los últimos veintidós kilómetros. Desde la ventana del hotel no se ve más que niebla. El desayuno está incluido, pero a diferencia del día anterior no me apetece comer mucho. Sobre las ocho menos cuarto emprendo la marcha. Pronto comienza a calentar el sol y la niebla se va elevando poco a poco. Ya han salido muchos peregrinos desde Padrón y comienzo a adelantar a unos y a otros.  Comienzo a sudar. Me he puesto uno de los polos que pensaba tirar y, efectivamente, cuando llevo unas horas caminando lo llevo empapado y en la primera ocasión lo tiro a un contenedor. 


 
  Al poco de salir hay un desvío a la izquierda y el camino se adentra en una sucesión de casas humildes y bosques centenarios. En este camino no se pasa por el monte del gozo.  Se baja una empinada cuesta que dura algunos kilómetros y luego se va adentrando uno en la ciudad santa sin parar de subir por la Avenida de Rosalía de Castro. En mitad de la calle descubro una librería encantadora con un gran escaparate en el que lo primero que me llama la atención es que los títulos no son los de siempre, los que uno espera encontrarse en cualquier centro comercial. Tiene libros raros, antiguos, usados. Muchos títulos interesantes. Lástima que vaya cargado con la mochila y sudando a mares. He tenido mucha suerte con el tiempo. Solo una semana más tarde todo era lluvia y tormentas. Una vez llego a la plaza del Obradoiro me siento a observar a la gente. Normalmente gente cansada pero feliz. Un grupo de mujeres vestidas de sevillanas están muy contentas. Hay gente de todo tipo en el enorme espacio de la plaza. Me siento como en mi casa. Hay chicas jóvenes tiradas en el suelo y comiendo un bocadillo. A una de ellas le pido que me haga las fotos de rigor. Las otras se mueren de risa. Hay hombres solos como yo.
  Cuando son cerca de la una y media pretendo comer por los alrededores. Pero en un restaurante contemplo una escena que no me gusta. Un cliente le espeta al camarero que le ha cobrado veinticinco euros por un platito de pulpo. Claro, está sentado en una terraza a veinte metros de la catedral. No me lo pienso y enfilo hacia el hotel. Antes me pongo a la cola de la compostelana. La chica a la que pregunto lleva ahí un buen rato. Aquello no se mueve nada. Ya tengo las dos clases de certificados que se pueden tener. ¿Hay alguna cosa por la que  merezca la pena esperar dos horas? Yo no lo creo. Me voy. 




  No sé por qué pensé que mi hotel era el Tryp. Seguramente de haberlo visto varias veces por internet. Hace un calor molesto, pegajoso. La recepcionista del hotel me dice con lástima que mi hotel es el Exe y que está lejos. Me aconseja que coja un taxi, pero dos cosas me hacen ir a pie a pesar de estar cansado y sudoroso: está la huelga de los ganaderos y mi torpeza. Eso se paga, hay que pagarlo. Meto la dirección en el GPS y voy  lo más rápido que puedo. Me marca casi cincuenta minutos, pero me da la oportunidad de recorrer las afueras de Santiago. Mi hotel está dentro de una moderna galería comercial. No tiene servicio de comedor pero la recepcionista me dice que dentro se puede comer bien. Me como un enorme entrecot con patatas y un par de cervezas. Una tarta y un chupito. Solo quiero tumbarme en la cama y descansar.
  Por la noche había pensado recorrer otra parte de la ciudad; la más moderna.  Calles empinadas desde el río Sar me llevan hasta una plaza donde pensaba ver un local donde había visto por internet que daban clases de baile latino. El espectáculo decepcionante. Dos o tres parejas intentando hacer algo parecido al baile en un pequeño local desangelado. Y en el local de al lado un camarero enfrascado en su móvil. Me dice que más tarde llegarían más chicas. Me entristece tanto que a pesar que le digo que daría una vuelta y volvería, me voy a cenar a algún sitio. Paso por la puerta de El Latino. Un bar que atrae desde la misma entrada. Una gran barra en forma de U atendida por varios camareros serios y serviciales. Cuando me dice qué voy a tomar observo a los dos caballeros que están a mi izquierda y decido pedir lo mismo que ellos: un bocadillo de calamares. Un gran trozo de pan gallego, fino y delicado como una oblea y con una cantidad de calamares asombrosa. Al principio, viendo el tamaño creí que no podría acabarlo, pero luego comí hasta el último aro con verdadera delectación y agradecimiento. Yo, poco dado a prodigar elogios, le dije al camarero que había probado el mejor bocadillo de calamares de mi vida. Y lo dije casi con lágrimas en los ojos. 

 
  Después, para acabar la noche (aunque no eran más de las once), decidí tomarme una ginebra Nordés en un sitio cercano. Por cuatro euros y medio. Delicioso. Luego, como no me apetecía caminar pregunté a un taxista cuánto me cobraba por llevarme al hotel. No me gustan las sorpresas. Me respondió de manera antipática y decidí esperar a otro. Por siete euros, con propina, me dejó a poco más de las once y media de la noche. Ya solo me quedaba dormir, desayunar a las ocho al día siguiente y emprender el camino de regreso a casa en el tren de las nueve y cinco. Nada que destacar. Sólo que en asiento de al lado, al otro lado del pasillo, se sentaron una pareja de peregrinos. Ambos de treinta y tantos. No pararon de hablar de sus parejas anteriores, de sus trabajos, de lo bien que se lo habían pasado, de que no podían dejar de verse, de que ella debía ir apronto a visitarlo, etc. Yo estuve, aparte de escucharlos sin querer, -luego me puse los auriculares porque no podía aguantar más-, sin parar de leer las seis horas que dura el trayecto. Primero el periódico del día, El País con su Babelia enterito, (fabulosa la entrevista a Piglia) y luego el libro de La casa de las bellas durmientes de Kawabata. Tenía unas ganas tremendas de leer quizá debido al régimen auto impuesto por las caminatas. En la portada la resaca de la manifestación en Barcelona. Qué lejos siente uno las cosas cuando está en otras ocupaciones. Una grúa mata a 87 peregrinos en La Meca. Días después, en el mismo lugar, una avalancha ocasiona cerca de ochocientos muertos. Quizá sea una estimulación a que se produzcan milagros. Cientos de personas directamente al paraíso.
  Mi paraíso de rutina, mi paraíso de vida familiar, ni siquiera mostraron algo de alegría. Era la hora de la siesta del 12 de septiembre de 2015. Todos dormían o estaban en la ocupación de sus cosas. Otro recuerdo guardado en el fon do de mi corazón. Otro tiempo de espera por delante hasta el próximo viaje.

 





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