Después de desayunar en el hotel (4
euros) 3 cafés, 2 zumos y tostadas, bollería, etc, emprendo el camino hacia el
norte. No me importa atiborrarme de calorías; no obstante tengo por delante 44
kilómetros. Salgo animado y bastante restablecido de la caminata de ayer. Para
salir de la ciudad he de atravesar la parte vieja de la ciudad, las calles y
plazas peatonales de anoche, a estas horas casi vacías. Tan solo algunos qua
van al trabajo y unos pocos peregrinos como yo. ¿Peregrinos como yo? En este
viaje no he respondido como tal. Más bien soy un viajero que discurre por el
Camino.
El propósito es sentir soledad, libertad, caminar sin más idea que
llegar al destino disfrutando del tránsito por tierras antiguas, perfumadas de
tiempo y visitadas por personas que todavía tienen en cuenta al prójimo. En
pocas partes uno va, saluda a alguien, el otro le devuelve el saludo y
comienzan una charla que puede acabar en una intensa amistad que puede durar
horas e incluso días. Y la comida. Cuando uno llega a la edad del medio siglo,
y aún más, uno de los placeres más ciertos, más seguros, es el de la comida.
Cuanto más se apacigua el del sexo (en realidad no se apacigua, pero la comezón
está aliviada sin duda por la pomada del tiempo), más importancia tiene el de
la comida y la bebida. Uno, ante el plato de pulpo de la cena pasada, no puede
más que dar las gracias al… pescador o recolector que hizo posible ese milagro.
Genio el que mezcló esas patatas gallegas con la sal y el pimentón de la tierra
con el pulpo de las aguas tan frías.
Se tarda mucho tiempo en salir de Pontevedra. Primero las calles aún a
oscuras, luego cruzar el puente sobre el río Lérez, y luego deambular por un
sinfín de barrios arrabaleros, descuidados muchas veces, caóticos en el trazado
de las calles, pobres. Algunas veces parecen las casas un decorado de una
atracción intentando recrear un mundo desolador y extinguido.
En una
cuesta arriba pronunciada distingo al fondo a una mujer. Me parece que lleva un
paso vivo y procuro alcanzarla. Siempre me ocurre lo mismo. Son competiciones
que me propongo a mí mismo. Son tantos los kilómetros que con algo, aparte de
disfrutar del paisaje, debo entretenerme. Cuando llego a su altura intento ser
espontáneo. Le digo que me ha costado alcanzarla. Es una mujer de unos treinta
y tantos años con la que enseguida me he encontrado cómodo. Cuando le he
preguntado si viajaba sola y me ha contestado que sí me ha aclarado, con un poco
de coquetería, que es una mujer echada “palante”. Me gusta y enseguida estamos
charlando de esto y de lo otro. Me cuenta que el año pasado hizo el camino
primitivo. Yo le cuento que hice el clásico, el francés, que en mi opinión es
más atractivo que este. Tiene menos asfalto y muchos más puntos para descansar
o comprar algo. Laura es pequeña pero parece que de naturaleza fuerte. Con
confianza me pide que le saque de la mochila su cantimplora. Me la ofrece pero
prefiero no beber para transpirar menos. La conversación se hace cada vez más
interesante y noto que se ha soltado el pelo. En un momento dado me dice que le
ha caído algo de algún árbol. Le toco el pelo que es bonito. Casi le puedo
acariciar la cabeza. Le digo que no encuentro nada. Está deseando llegar a un
sitio donde tomar un café. Pero me confiesa que está ya muy cansada y que se va
a sentar un rato a descansar. Creo que le hubiera gustado que la hubiera
acompañado más pero a mí me quedaban aún treinta kilómetros y no podía perder
tiempo si no quería llegar a Padrón casi de noche. Ella no tenía establecido
ningún sitio para dormir; yo sí. Me despedí deseándole suerte. Justo un par de
kilómetros delante vi un sitio aislado para tomar algo. A punto estuve de
desandar el camino para decírselo pero nunca he sido perseverante en estas
cosas.
Luego me encontré con una colección de ancianos canadienses. Lo sé
porque hablé con la guía. Una mujer rubia de unos cincuenta años de edad que
debió ser un bombón en sus años mozos. Tiene acento pero habla muy bien nuestro
idioma. Dice estar establecida en Granada, en el albaicín. Desde su casa, dice,
puede ver la Alhambra. Aprovecho para hablar de Morente y Cris Stewart, el
escritor de Entre Limones. Me dice que los ha conocido a los dos.
A las pocas horas lleguo a Caldas de Reis. Un pueblecito bonito
atravesado por el río Umia. Allí, conozco a Gustavo y Marínel, una pareja de
mediana edad argentina establecida en Vigo desde hace diez años. Me preguntan en
el pueblo por dónde seguir. Les indico un grupo de peregrinos que atraviesan
una calle para que los sigan. Yo les digo que tomaré una cerveza y que
seguramente, viendo el ritmo que llevan, los alcanzaré. Ella tiene una rodilla
fastidiada.
La cerveza más famosa de estas tierras se llama Estrella de Galicia. Es
difícil que una cerveza no me guste; más con sed y hambre. Pero esta me parece
una de las mejores. Quizá tenga a su favor que se tome en su sitio. Pasa con el
vino, el pescado o el mársico. Donde mejor saben es donde nacen.
Efectivamente, después de unos siete u ocho kilómetros veo a Gustavo y
su mujer. Él trabaja de conductor de camión en Vigo. Tienen un hijo de quince
años al que parecen estar muy unidos. Charlamos mucho. Me encanta el acento de
los argentinos. No están contentos con la situación de su país. Aquí están
felices. Vemos un cartel donde dice que dan comidas a buen precio. Hay que
desviarse un poco del camino así que nos asomamos y vemos la carretera llena de
camiones parados. Debe estar bien. Detrás de la barra una parrilla gigante asa
carne, costillas y muchas cosas más. Les propongo comer un menú pero se ve que
no tienen mucho dinero y prefieren pedir un bocadillo. Pedimos Gustavo y yo uno
de jamón braseado con queso y ella uno de embutido. Yo, para beber, una
cerveza, ellos coca cola. Nos sentamos fuera en una mesa metálica mientras unos
cuantos camioneros descansan de sus quehaceres. Les invito a unos cafés que me
agradecen efusivamente.
Después de comer emprendemos la marcha. Seguimos charlando
amigablemente. Hablamos de la familia, de los hijos, de cómo está la vida, del
precio de vivir en España en un lugar o en otro. Al poco ella está cansada.
Saben que me están retrasando. Ellos han señalado más de una vez que me han
visto caminar a un ritmo alto. Luego, cuando nos intercambiamos los teléfonos
móviles, me enviaron una foto en la que por casualidad salía yo. Los dejé
descansando en el borde del camino. A esas horas no te cruzas con nadie. Todos
los caminantes han llegado ya a su destino y están descansando. Hace calor; más
que ninguna vez a lo largo del viaje. Llego a una pequeña población llamada San
Miguel. Tiene varios pequeño cementerios. En una rotondita hay un caño del que
sale un agua fresca deliciosa. Meto la cabeza y bebo agua con la boca y la
nariz. Qué placer tan grande es beber agua cuando se tiene mucha sed. Poco a
poco me voy aproximando a Padrón. Cruzo las vías del tren y llego a una
gasolinera. Saco el teléfono para localizar mi hotel. Veo que a pesar de estar
casi dentro de Padrón el sistema me indica que aún me queda casi una hora para
llegar. Ya llevo demasiadas horas. Estoy algo deshidratado. En la gasolinera
compro una botella de agua fría y emprendo el camino. Hay que atravesar todo el
pueblo y subir por la carretera cuesta arriba un par de kms más.
Doy algunas vueltas por el pueblo y veo la escultura de Camilo José
Cela. El escultor ha clavado el gesto serio y huraño del escritor de Iria
Flavia. No veo sin embargo que el conjunto tenga más interés. O quizá es que
estoy tan cansado que solo pienso en llegar al hotel, ducharme y descansar un
par de horas largas y prepararme para cenar. Salgo del pueblo y enfilo la
carretera hacia arriba. A lo lejos veo la mole del hotel. Es grande, con muchas
habitaciones. Las inmediaciones están llenas de furgones de la policía
nacional. Están allí por lo de las manifestaciones de los ganaderos. Protestan,
con razón, por el precio de la leche. Siempre recuerdo que hace un porrón de
años mi madre decía: “qué barbaridad, un día va a costar más un litro de
gasolina que uno de leche”. Ya vemos que la cosa se ha duplicado.
La cena, por diez euros, es sencillamente espectacular. Había quedado en
verme con el matrimonio argentino pero la idea de bajar dos kms para subirlos
después no lo concebía. Les envié un mensaje y me disculpé. La cena del hotel
consistió en una ensalada enorme, un platazo de costillas con patatas fritas,
una milhojas deliciosa –yo quise pedir una tarta de orujo pero la amable
camarera me aconsejó éste- y un chupito de licor de hierbas. Salí luego a la
agradable noche húmeda. Antes quise saludar a una chica de gafas con la que
había coincidido un par de veces al principio de la etapa. Estaba cenando con
sus padres y el que parecía su hermano. Ella miró a su madre, su madre a su
padre y así todos intercambiando miradas como en una película de Tarantino
apuntando con los revólveres. Estaba claro que me había equivocado. Me disculpé
aún más violento. En ningún momento nadie esbozó una sonrisa aun siendo de
compasión.
A veinte metros había una casa de luces de colores con un cartel luminoso donde una muchacha, tumbada, bebía un coctel. Pensé ir y tomar un gintónic pero era tanto el cansancio que decidí tomarlo en la cafetería del hotel, así que después de tomar unas notas y leer un poco me fui a la cama a las once de la noche. Qué bien se duerme cuando uno está agotado.
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