2.- 9 de septiembre. En Redondela
hay placitas, calles estrechas y muchos puentes. Busco una cafetería agradable.
Ésta está rodeada de cristales con un añadido afuera para que puedan fumar los
fumadores. La gente, cuando quiere, se adapta. Mientras me hacen las tostadas
el camarero me trae, sin pedirlo, un mini cruasán y un trocito de sobao
pasiego. El café está delicioso. Cuando pago me sorprende la nota: 1,75 por un
café unas tostadas y el regalo. Todavía en Galicia los precios son más que razonables.
Hay muchos parroquianos desayunando. Cada uno en los descansos de sus
quehaceres. Cuando emprendo el camino estoy más animado. Cómo de rápido se
recupera el cuerpo del esfuerzo. Al poco de salir comienza una lluvia que
apenas es tal. Es en realidad como que una nube un poco cargada hubiera
descendido sobre la tierra. Ni siquiera saco el chubasquero. Además, el olor,
oh! el olor de Galicia, se acentúa. Olor a hierba fresca, a verduras, a uvas y
gotas de agua. A partir el camino, la luz, está más animado. Las indicaciones
son más claras, hay más gente. En poco más de dos horas llego al precioso
puente de Arcade, famosa por sus ostras. Hago unas fotos. Al otro lado del
puente veo un bar con gente fuera, envuelta en ponchos y chubasqueros. Entro
dentro a pedir una lata de akuarios. Cuando al poco saca el camarero un pescado
rebozado, le pregunto si es para mí. Me dice que sí. Está delicioso y me entra
más hambre. Cuando uno se pasa tantas horas caminando casi toda la comida es
poca. Pido un café cortado y me como una de mis barritas energéticas que he
llevado. Todavía me quedan varias horas para llegar a Pontevedra, mi destino
final. Los caminos se suceden en bajadas pronunciadas y subidas que hacen
sudar. No estoy cansado. Los entrenamientos de las últimas semanas y el sano
hábito de hacer casi a diario algún ejercicio me mantienen en forma. Coincido
varias veces con una joven pareja alemana. Son, él y ella, altos y guapos.
Pronto los dejo atrás.
Cerca de las dos de la tarde veo los arrabales de Pontevedra. Necesito comer y echarme en una buena cama hasta que el cuerpo me pida. En la entrada de la ciudad hay un restaurante con una gran olla llena de pulpo, como un cebo para los que vienen hambrientos. Luego me contaron que pegaban un buen sablazo; 27 euros por un plato con una botella de vino. Demasiado caro para ser Galicia. Siempre he pensado que hay que dominar el ansia; para cualquier cosa de la vida. Nada más llegar a la estación de autobuses, meto el nombre del hotel en el teléfono y me dice que está a diez minutos. Pero me costó casi el doble encontrarlo. Debe ser alguna táctica de las operadoras para llevarte a otro sitio. El GPS me llevaba a un hotel que yo no buscaba. Tuve que meter la dirección exacta y, entonces sí, llegué un poco harto de dar vueltas. Subí a la habitación, me duché y bajé en tiempo record. Por no caminar más decido comer en el restaurante del hotel. El menú,diez euros. Pero está tan lleno que he de esperar en la cafetería. Una estrella de Galicia, unas patatas fritas y un periódico calman el hambre y el cansancio. Por ese precio me dan unos pescaditos fritos con pimientos de Padrón riquísimos –no dejé ni las raspas- y un sargo con patatas. Una botella entera de vino de la casa. No es un prodigio pero entra muy bien. Noto que iba un poco deshidratado porque me bebo la botella de agua y al menos dos tercios de la de vino. Postre, café y chupito. Insuperable. Por eso, pienso, hay tantos jubilados en el salón. Luego, en la habitación, pude ver a duras penas la etapa de la vuelta. A las ocho de la tarde comencé a desperezarme. Me vestí. Hacía una temperatura de lo más agradable. La calle de mi hotel me llevó en pocos minutos a internarme en la parte céntrica de la ciudad. Es de las cosas que más me han gustado del viaje. Pontevedra. Un laberinto de calles peatonales y placitas encantadoras. La plaza de la leña, llamada así porque fue un centro de distribución de este material. Pequeña, coqueta, con tres o cuatro restaurantes con gente sentada. Pero antes de cenar quise recorrer todo varias veces.
Al final la paciencia tiene su
recompensa. Buscaba un sitio donde yo viera que las gentes de allí visitaban.
El restaurante que elijo está en una placita y el exterior de las mesas a
rebosar. Dentro hay una mesita. Como voy solo, me basta. En la de al lado hay
al menos seis portugueses de mi edad más o menos. Se les ve contentos. A mi
derecha dos alemanas se han levantado a saludarlos y se ha hecho una foto. Yo
he sacado mi libro pero estoy también atento a la televisión. El drama de los
refugiados no decrece. Casi me da remordimiento estar allí esperando mi plato de
pulpo mientras saboreo una cerveza y el aperitivo, viendo a mujeres y niños
caminando hacia la supervivencia.
A las diez y media estaba preparado para dormir. Casi nueve horas de sueño reparador. Por la mañana estaba en plena forma. Como si no hubiera pasado nada. Dispuesto a afrontar con optimismo los cuarenta y cuatro kilómetros de Pontevedra a Padrón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario