Otra anécdota sobre la sobreoferta de libros. Ayer por la mañana,
después de reunir una gran cantidad de cachivaches inservibles, lámparas y
mantas viejas, sillas rotas, cajas de revistas antiguas, etc, me fui con el
coche cargado al punto limpio. Allí fui tirando las cosas en los contenedores
apropiados. El encargado me amonestó: “Oiga, el estor no se puede tirar donde
el papel”. Le dije que era tela y pensé que se reciclaba de la misma forma. “No,
porque tiene metal y hay que tirarlo donde el metal. La próxima vez pregunte”. El
mundo del reciclaje, como el del Señor, es inescrutable. Pero ya no le estaba
escuchando. En el contenedor de papel un matrimonio iba depositando docenas de
libros. Los iban dejando en el borde. Les pregunté si era para tirarlos. “Claro”,
me respondieron. “Los dejamos aquí por si alguien se los quiere llevar. Mejor
que se aprovechen”. Muchos eran libros de economía y algunos en inglés. Les
miré a la cara por ver si estaban tristes. No lo parecía. Descarté los más
técnicos y me fijé en algunos clásicos. Elegí los siguientes: uno de relatos de
Clarín, El Asno de Oro de Apuleyo (en el prólogo dice que T.E. Lawrence lo
llevaba siempre encima en sus guerras con los árabes), El Conde Belisario, uno
de los pocos que no tenía de Robert Graves, y La Democracia en América de
Tocqueville, subrayado por la dueña con verdadero interés a tenor de los
colores e intensidad de las líneas.
A mí jamás me pasará esto. Nunca me desharé de mis libros y estos que
digo ya están en la capilla de salida para cuando les llegue el turno.
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