domingo, 28 de diciembre de 2014

SIMON LEYS. LA FELICIDAD DE LOS PECECILLOS




 Hace tres años leí el primer y último libro de este autor belga trasplantado a Australia: Los náufragos del Batavia. Escribí sobre él en la entrada del 17 de noviembre de 2011. Eso me hizo recordar un libro exhaustivo de Mike Dash que yo había regalado a un familiar: La tragedia del Batavia. Ahora vi el otro día este librito y no pude resistir comprarlo y leerlo.
  Este libro de Simon Leys es una mina. Una mina pequeñita de oro en la que todo lo que se encuentra es oro. En un exquisito capítulo, se cuenta una anécdota que ya he escuchado a otras personas, creo que a Javier Cercas. Es la de aquella vez que detuvieron al actor Hugh Grant por un quítame allá esas pajas, con la boca, en Estados Unidos. Para otro podría haber supuesto su hundimiento como artista por el mal ejemplo, etc. pero él, ante la pregunta de un periodista cuando salía de la comisaría: “¿se va a someter a psicoterapia?” contestó: “no, en Inglaterra leemos novelas”. Y sigue el dicho capítulo relatando el caso de un explorador polar que aconsejaba a sus hijos no leer jamás novelas sino memorias, biografías e historia. Y reflexiona ante eso Leys: “El primer error consiste en no darse cuenta de que toda obra literaria es, por definición, una obra de imaginación (y aunque no lo sea de entrada, puesta en unas buenas manos no tarda en convertirse en tal: el listín de teléfonos era una de las lecturas favoritas de Simenon)”.
Leyendo esto me he acordado de que a veces, leyendo libros de memorias, se da uno cuenta de que, aparte la imaginación que se echa, se inventan anécdotas oídas a terceros. Es lo que me pasó leyendo las jugosas y sorprendentes memorias del psiquiatra Castilla del Pino. Contaba que en la mili, año cuarenta y tantos, un compañero suyo que estaba de maniobras cayó, mientras defecaba, en una zanja practicada al efecto. Al caer se rompió el brazo y se empercudió, lógicamente, con una mezcla de cal y caca. Ante esa situación pidió que le pegaran un tiro. Pues bien, esa misma anécdota la escuché yo nada más llegar al campamento militar. Quién sabe si la misma leyenda no viene de los tiempos en que el hombre empezó a hacer zanjas, o más lejos aún de cuando empezó a hacer sus necesidades. Pero, ¿qué más da? La historia queda la mar de divertida encajonada en sus propias peripecias y miserias del servicio militar.
  El libro está dividido en veintiocho articulitos. Llenos de encanto y plagados de anécdotas sobresalientes y útiles para comentar en tertulias de sobremesa. Hay uno especialmente valioso, “Nuestro único paraguas”: habla de la utilidad del arte, de la utilidad de leer novelas y poesías. Útil porque si no se hace podemos caer en el pozo de la realidad.  

  En “Los cigarrillos son sublimes” hace un repaso sobre el acto de fumar y la moderna prohibición de su uso en público. Y habla de un libro que le costó encontrar: “Los cigarrillos son sublimes” de Richard Klein. Casualidades enormes de la vida, este mismo mes lo he comprado de saldo en un VIPs por cuatro euros. Tengo pendiente su ansiada lectura.

  Como debería poner como citas prácticamente la totalidad del libro me voy a limitar a consignar esta que me sirvió en una defensa apasionada del agnosticismo, del ateísmo y de la paradójica utilidad de la religión:

“GOETHE: El hermano mayor de Ralph Waldo Emerson estaba destinado a la carrera eclesiástica. Durante algún tiempo residió en Alemania, donde cursó estudios bíblicos que terminaron por minar su fe. Fue a hacerle una visita a Goethe y le hizo partícipe de sus dudas. Pero Goethe le animó a seguir el camino por el que le había encaminado inicialmente su vocación: “Sus convicciones personales son asunto suyo y no competen en absoluto a sus feligreses”. El rasgo es profundamente revelador: se comprende por qué Gide rendía culto a Goethe, y por qué Claudel lo detestaba”.

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