He dormido bien y me siento reconfortado.
Preparo todas las cosas con ilusión y también con algo de pena porque sé que
por la tarde todo habrá acabado. He quedado a las seis y media con la encargada
de los desayunos. Soy el único en el salón. Salgo a las siete en punto. La
madrugada es fresca pero agradable. Discurro al principio por las calles
oscuras de las afueras pero en cuanto llego a la principal me encuentro con
gente que ya ha emprendido la marcha. Enseguida distingo a las dos mujeres de Pozuelo
con las que conversé ayer. Son simpáticas y al parecer de alto nivel económico.
Nos contamos nuestros viajes. Les cuento los últimos míos pero es imposible
estar a la altura. Ellas han estado en todas partes y en sitios muy exclusivos.
Una de ellas ha estado este verano en el Kilimanjaro en un resort de lujo. La
otra en las islas Mauricio o algo parecido. Pero es igual, son simpáticas y,
como dicen ellas, muy independientes. Cuando llevamos una hora comienza a
clarear y deciden hacer un alto para desayunar así es que nos separamos. Yo
sigo adelante. A media mañana sin embargo las vuelvo a encontrar. Y me cuentan
algo sorprendente. Han conocido a Arantxa en el sitio del desayuno. Y ¡han
hablado de mí! Con los datos que les di de ella enseguida nos relacionaron. Ella,
Arantxa, se acercó a ellas dos en la barra, comenzaron a charlar y en cuanto
dijo que era de Bilbao le dijeron que me conocían. Ha sido una suerte haber
coincidido con ellas.
La temperatura se hace cada vez más
agradable, llego a las inmediaciones del aeropuerto de Santiago. El camino pasa
justo por el borde de la valla de separación y tengo la suerte de ver un avión
a punto de aterrizar. Se puede ver perfectamente el tren de aterrizaje y oír la
potencia del motor desacelerando. Después de unas cuantas cuestas llego a las
líneas rectas y anchas del camino que llevan directamente al Monte del Gozo.
Ahí es donde casi se puede dar por finalizado el camino. Muchos se abrazan y
algunos lloran. La ciudad está a nuestros pies. Y ya es todo un río de gente el
que discurre hacia la ciudad. Muchos van cojeando al borde de las fuerzas. Casi
sin darme cuenta y cuesta abajo voy
llegando a los arrabales de la ciudad. Ahora me arrepiento de no haber
reservado una noche más e ir tranquilo. Ahora debo encontrar un hotel donde
ducharme, un sitio donde comer y enseguida ir a la estación para coger el tren
a Madrid de las 16.30.
Como siempre la entrada en la plaza de la
catedral es grandiosa. Esta vez algo menos porque toda la fachada está en
rehabilitación y le quita mucha prestancia. Hay mucha gente; más de lo normal
por ser este domingo precisamente en el que acaba aquí la vuelta ciclista. Me
tumbo como es costumbre en el suelo apoyado en la mochila. Una guapa guía que
va llevando un grupo de gente mayor me señala, le hago un gesto de cansancio y
me guiña un ojo. No hay casi un sitio libre. Busco por todas partes un sitio
para la ducha y como no lo encuentro decido gastar el poco tiempo en la cola
para obtener la credencial del camino. Casi hora y media esperando. Al menos
ahora no hay que pagar por obligación. Sólo la voluntad. Sigo buscando.
Necesito una ducha como el comer. Hay una puerta abierta de lo que parece ser
una pensión y una mujer fumando. Le pregunto y me dice que ella es la encargada
pero me dice que está todo completo. Sin embargo, como dicho en secreto, me
dice que una chica se está retrasando y que puedo usar un baño. Cinco euros lo
arreglan todo. No está mal por un rato de agua. Los pago con agrado. Después,
ya más limpio y tranquilo voy a buscar un sitio para comer. Antes paso por la
puerta de una librería que tiene buena pinta. Pero los dos o tres títulos que
pido no los tienen. En las callejuelas estrechas de la ciudad hay infinidad de
restaurantes, turísticos la mayoría pero aun así de bastante calidad. Me decido
por uno en el que un grupo de señores mayores toman unos vinos y hablan de
política. Me siento cerca de ellos y pido el inevitable pulpo y una cerveza
artesana. Cada vez me arrepiento más de no haberme quedado una noche más. Para
acabar me tomo el último gin-tónic del viaje con la estupenda ginebra Nordés y
una tarta de orujo.
Voy luego dando un paseo hasta la estación. En
el tren se sienta un hombre más o menos de mi edad. Despliega un portátil en
sus rodillas y estamos las seis horas sin decirnos una palabra. Solo al final,
cuando estamos llegando a Chamartín, nos contamos la vida. Él tiene que esperar
en la estación hasta las siete de la mañana que es cuando su tren sale a
Valencia. Qué vida más dura llevan algunos. Ha asistido a un congreso sobre
diseño gráfico. Yo me doy prisa para intentar llegar a una cena de amigos. La
cena de todos los viernes donde cenamos tan bien y donde nos reímos tanto.
Cuando llego a casa no hay nadie. Sé que ella,
J., está en la cena y las niñas se habrán ido a dormir a casa de algunas
amigas. Saco toda la ropa sucia que es poca porque he ido tirando cosas por el
camino. Coloco todo, me ducho y me relajo tanto que soy incapaz de tomar
iniciativa alguna para moverme. A las zapatillas que tanto me han hecho sufrir
le quito los cordones y las tiro a la basura. Envío un mensaje a los amigos con
disculpas verdaderas y me meto en la cama. Y me prometo a mí mismo que el año
que viene haré lo mismo. Emprenderé un viaje en solitario y a pie porque es la
mejor manera de sentir plenamente la libertad, olvidando por unos días la
rutina diaria. Solo espero que las cosas no se tuerzan y pueda realizarlo
porque en la vida muchas veces las cosas pueden cambiar de un momento para
otro. Tardo en dormirme es una duermevela nerviosa y molesta. Tarde ya J.
llega, se mete en la cama y no me pregunta nada. Solo al rato me abraza, nos
abrazamos. Es sano, muy sano que las parejas de vez en cuando vivan separadas
aunque sea solo unos días. Luego duermo plácidamente hasta bien entrada la
mañana. El hogar es más dulce cuando has llegado a echarlo de menos.
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