Esta entrada debería haberse colgado a principios de año. Ahora, antes de que acabe, lo hago.
En el prólogo recuerda José-Carlos Mainer lo que pensaba Antonio Machado de Baroja: “Nadie con solvencia moral o intelectual olvida al gran Baroja, ni piensa que otro pudiera mejor que él escribir de estos Episodios, tan definitivos, de nuestros días”. Baroja estaba en París cuando el poeta le envió esta carta. Baroja prefería el triunfo de los franquistas aunque se tuvo que ir por patas al exilio en el 36 y el 38. Así estaba el patio.
Cada poco tiempo me gusta sumergirme en la desolación que describe Baroja en sus libros. El que mejor recuerdo, El árbol de la Ciencia. Qué bien descritos los tiempos miserables de un Madrid sumido en la grisura mientras que el narrador, médico como el autor, despotrica de todo.
Los Caprichos de la suerte (se lee en dos patadas), es la novela de Baroja sobre los que tuvieron que irse en la Guerra Civil. Me ha gustado mucho. El follón de la revolución en Madrid, el viaje del protagonista hacia Valencia en una especie de aventura quijotesca en un itinerario muy conocido por mí: ¡cuántas veces habré pasado por esos pueblos y ciudades! y el viaje a París, la estancia en un hotel humilde de París, las estampas y los ambientes de París. Y luego la presentación de los personajes: con alma, poco trabajados pero efectivos para la imaginación del lector. Y las noticias horribles que van llegando de España.
Estaba en esas librerías donde se venden libros nuevos pero en los que también reservan grandes mesas donde acumulan libros de largas tiradas y grandes pretensiones que acaban luego en las disyuntivas de pasarlas a la guillotina primero y a la pasta de papel después o, mucho mejor, bajarlas fuertemente de precio y que los incondicionales adquieran esos libros. De veinte euros lo bajaron a seis. Así sí.
La historia como decía es simple y muy claramente estructurada. Y tiene por tener hasta teorías. Y descripciones horripilantes como: “Los del hospital le identificaron por la ropa, porque el rostro había desaparecido por la voracidad de una partida de ratas hambrientas”.
Hace observaciones con las que me tengo que reír. Un viejo, en el hotel suele comer leyendo un libro. El mozo, español, solía decirle: “-¡Usted también, a su edad y teniendo que leer todavía! ¡Es cosa triste!”.
La teoría de que a los dictadores les encanta el exceso de población: “-Para los gobiernos –dijo el inglés-, evidentemente, el material humano lo consideran como una riqueza. Napoleón decía, según Stendhan: Tengo una renta de doscientos mil hombres al año”.
Y el protagonista le apoya en la observación: “Pero mirando los hechos de una manera sencilla y natural, lo que sobra es gente. Desear que haya mucha gente, aunque no haya que comer, es lanzar hombres a la guerra para que los maten impunemente”. Cuántas veces habré yo dicho semejante cosa medio en broma medio en serio.
“Tenía un carácter animado y pintoresco y, al mismo tiempo, melancólico de esos cementerios de cuadros, estatuas, libros y aparatos de todas clases que representan la ruina de miles de gentes, aunque sirvan después para sostener la existencia de no pocas familias”. Habla del Mercado de las Pulgas, pero perfectamente podría hablar de algo que también conocía de primera mano: mi querido Rastro madrileño.
“-Se puede considerar el comunismo –dijo Abel- como una teoría demoniaca. Se ve que tiene una raíz bíblica. El cristianismo es casi comunista; es todo lo perfecto que se quiera en teoría, pero en la práctica no lo es, porque no se puede realizar”.
Y sigue con unas cuantas observaciones más sobre la condición del ser humano, sobre la bondad, sobre la decadencia de las sociedades humanas. Recordemos que España está como está pero Europa se prepara para la gran hecatombe.
Y ese recuerdo histórico y literario tan bonito: Polícrates. Un tirano que vivió en el siglo V antes de Jesucristo. Que después de cuarenta años de fortuna absurda: todo le salía bien. Temiendo una desgracia y para hacer un sacrificio a la diosa Fortuna tiró al mar un anillo de oro y brillantes. Un pez se lo tragó, y poco después lo pescaron y se lo sirvieron a la mesa de Polícrates. Éste se echó a temblar. Tuvo una guerra con Darío y lo hicieron prisionero, lo crucificaron y murióse. ¡Qué bonito!
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