Termino la lectura de la biografía de Jovellanos, de Fernández Álvarez. Quizá el buen regusto que me dejó su recién leída biografía de Carlos I hizo que la comprara en el Rastro. Tres euros en uno de los puestos del Campillo del Mundo Nuevo. Qué emoción cada vez que llego en esos esporádicos domingos en los que voy, ya sea sólo o acompañado en busca del tesoro. Ya se sabe, para estar de acuerdo con Trapiello, que es mejor ir sólo; nadie te meterá prisa. Casi siempre encuentra uno una sorpresa que no buscaba, aunque no siempre, puede ser que uno encuentre nada más llegar lo que hace tiempo viene buscando, o sorpresas más que agradables, como el penúltimo día que fui, que encontré un billete dentro de las memorias de Grass, cinco euros, que era justo lo que costaba el libro. Bueno, el caso es que compré este libro y que me ha encantado. ¡Qué descubrimiento! Qué maltrato a un grande de España. Qué mal hemos tratado a los ilustrados y qué inercia la de la Inquisición y el absolutismo. Al menos su castigo, el destierro en la Cartuja de Valldemosa y en el Castillo de Belver lo supo convertir en un retiro donde hizo amigos, paseos y estudios. Por cierto que se podría hacer una serie con el viaje que hubo de hacer desde Gijón, escoltado por cuatro soldados y un enviado de las cortes, Andrés Lasauca, hasta Cataluña durante un mes, en el que ambos hicieron un diario y en el que se hicieron amigos. Lasauca, su vigilante, lloró de emoción cuando lo entregó a las autoridades militares para embarcarlo hacia Mallorca. A todos los guionistas y productores que lean estas letras: ¡aquí hay una buena serie! Para la mayoría de la gente (hasta para mi hija que acaba de terminar como quien dice su bachiller) Jovellanos es un personaje del siglo de la Ilustración de los llamados afrancesados. Así, sin más, sin matices. Pero leyendo esta pequeña joya dan ganas de ponerse a escribir un guión.
En el libro se cuenta que Jovellanos era de una familia de clase alta venida a menos, más si tenemos en cuenta que eran un porrón de hermanos. Nació en una casa en Gijón, hoy convertida en casa museo. En El Prado se conserva uno de los mejores retratos que hizo Goya. Siempre que lo he visto, sin ser consciente de lo que después sabría, me ha procurado sosiego. Muestra haber sido una persona inteligente y buena en el mejor sentido de la palabra.
Al ser de familia numerosa la familia guardó para él un destino como eclesiástico y lo envió a estudiar interno bien temprano. Pero él tenía otras inquietudes. Pronto destacó en los estudios. Con solo veinticuatro años fue nombrado por Carlos III magistrado de la Audiencia de Sevilla. En su tierra funda el instituto de Minerología y Náutica. Luego vino Godoy, los franceses, Fernando VII, los destierros y, huyendo de nuevo de los franceses, el “¡afrancesado!”, la muerte en 1811, en Puerto de Vega.
“Aunque el desastre de Lisboa de 1755 había rebajado sensiblemente el optimismo de los ilustrados sobre la felicidad de la vida terrenal, la Ilustración seguía pregonando los mandamientos del nuevo credo: en religión, la tolerancia al menos, o en todo caso un deísmo; en política, el liberalismo; en la estructura social, la supresión de los privilegios nobiliarios y eclesiásticos. Frente a la naturaleza, la ciencia y la técnica. Frente a la superstición y la mentalidad mágica, la ironía y el ridículo”.
Seguiré leyendo a este sabio historiador que tan merecida fama tuvo durante unos años.