domingo, 30 de diciembre de 2018

LA PLAZA DEL DIAMANTE. MERCÉ RODOREDA.



  El mercado de San Fernando se encuentra situado en la calle de Embajadores muy cerquita del Rastro. Es un mercado a lo pobre pero en el que va el público los domingos a tomar aperitivos y a comprar algunas artesanías.
  Uno de estos puestos está dedicado a la venta de libros al peso. Tú vas eligiendo, sean estos cuales sean, da igual, los entregas al dependiente, éste los pesa en la balanza y lo que salga de peso lo multiplica por diez el kilo. Así me llevé este junto con la autobiografía de Juan Goitysolo al que no veo el día de meterle mano. Al final sale incluso más caros que el precio de los libros que se venden cerca, en el Campillo del Nuevo Mundo donde no es difícil encontrar buenos libros por dos o tres euros.
  La compré en el mes de marzo y la leo ahora, tantos meses después. Un clásico que no podemos dejar de leer. Mercé Rododera pertenecía a una familia burguesa de Cataluña y según cuenta ella misma en “A fondo” ese mítico programa de entrevistas de TVE, su abuelo influyó mucho en ella porque la llevaba a ver y comprar libros y luego a hablar mucho de ellos.
  La novela está publicada en el año de mi nacimiento y esta edición es una de kiosco del año 1988, de Orbis, colección grandes escritoras, de aquella gloriosa época en la que en los puestos donde se vendían periódicos se vendían también infinidad de libros de todos los tamaños, lujos y temas.
  La lectura me ha resultado cómoda con ese estilo de confesión entre la tristeza y la asfixia. Porque en la novela falta el aire. Un estado como de abatimiento, de desesperanza, de “las cosas son así y así hemos de tomarlas”, sin apenas una capacidad de rebelarse ante ellas.
  Colometa, la protagonista y narradora cuenta que es una moza joven, de buen ver y que trabaja en un comercio. Que la ronda un tipo que intenta ganarse la vida en la Barcelona de la preguerra y que al final consigue casarse con ella. Que a partir de ahí cambia mucho su vida no siempre para bien. Que tiene un hijo y luego una hija. Que el marido monta un negocio para la cría de las palomas que llenará todo de olor a plumas y a excrementos y al ruido contaminado que hacen dichos animales. Que el negocio no va bien porque se regala más de la cuenta a los amigos del marido. Que estalla la guerra y su marido va al frente y al poco muere. Que se queda sola y desamparada y que lucha por la vida. Y que cuando está en lo más bajo, todos pasando hambre, frío y calamidades, surge un dependiente de ultramarinos, inválido de la guerra, y a quien le llevaba fiando la poca comida que conseguía, que le declara su amor y que el matrimonio podría salvar la vida de ambos, una llena de carencias prácticas, la otra de carencia de afectividad. Y sale bien. Y una escena memorable al final donde ella, calentitos en la cama, le acaricia el bajo vientre, sabiendo que como hombre no puede sentir ese impulso orgánico pero sí ese otro humano que todo el mundo necesita como el aire que respira.
  Muy buena novela. Triste, oscura como de blanco y negro pobre, como de olor a cementerio.
  “Una de las primeras cosas que dijo el tendero fue que tuviera mucho cuidado en no dejar los balcones de la sala y del dormitorio demasiado rato abiertos, porque por esos balcones entraban las ratas. Ratas pequeñas, con las patas muy finas y largas. Ratas jibosas. Salían del agujero de la alcantarilla que estaba debajo de la puerta enrejada del patio y corrían a meterse en el almacén: allí se escondían muy calladitas, roían los sacos y se comían el grano”.
 

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