He ido a visitar la remodelada librería de la
Casa del Libro en La Gran Vía de Madrid.
Ha estado cerrada durante varios meses así que creía que el asunto estaría más
que cambiado. Y en efecto lo está: Han hecho una gran librería al modo del
Carrefour. Grandes isletas llenas de montones enormes de ocho o nueve libros
iguales, los más vendidos o los que han tenido más difusión en los medios. He
buscado algo de Galdós: Ni Fortunata y Jacinta, ni Miau. Nada. O al menos no
los he encontrado habiendo buscado en la G de Galdón o en la P de Pérez. De
Delibes poco y en caras ediciones de lujo. Las salas son más espaciosas, es
cierto, pero con muchos menos libros. Antes tenían estanterías que se
desplazaban teniendo más “fondo”. Ahora hay mucho menos. Se lo he indicado a un
dependiente. Y me ha contestado que hay más metros cuadrados, debe ser verdad.
La última planta la van a dedicar a un hotel de muchas estrellas. Le he
mostrado mi contrariedad. Está todo más desorganizado y cuesta mucho más
encontrar las cosas. Todo más mezclado. “Lo más vendido”, “Los top ten”, “La novela
que no podrás dejar de leer”. No volveré a entrar. Para eso tenemos el
Carrefour o el Alcampo. Luego se quejan. Entrarán seguramente más personas a
buscar su regalo pero seguro que entrarán menos lectores buscando sus libros. Al
menos las aceras para peatones son más anchas y cuesta menos ir deprisa a los
sitios. El dependiente al final, casi en un aparte, me ha dado la razón: “son
cosas de los de arriba”. No sé si se refería a los jefes o a los inquilinos del
hotel.
Para ir iba leyendo en el metro el libro de
Trapiello que ha escrito sobre el Rastro. Es una joya. Maravillosamente
editado. Ilustrado con fotografías históricas, míticas, propias. Este hombre es
un gran erudito que sabe contar las cosas como el mejor cuentista. Cada vez me
gusta más y me pasa como a los drogadictos que tienen que tener un pequeño depósito
guardado para las grandes crisis, La cosa en Sí y El Jardín de la Pólvora. Ayer
me llegaron desde una librería de viejo de Salamanca. Mil quinientas páginas. Me resulta
adictivo porque me crea una mezcla de curiosidad, morbo, ganas de aprender y la
diversión más absoluta. Es el mejor bálsamo para curarme de una mala lectura o
de una lectura pelma que también las hay y muchas.
He leído hace unos días, en
diagonal, a diez páginas por minuto, una novela policiaca. La Dalia Negra, de James
Ellroy. No estoy hecho de esa pasta que se interesa por los libros de policías
y criminales. No al menos con ese lenguaje de autosuficiencia que tiene este. Quizá
sirva para las películas aunque no me gustó mucho L.A. Confidencial. Tenía su
gracia visualmente. Buenos actores, buena iluminación como suele decirse pero,
como he dicho tantas veces: me da igual lo que le pase a este o a aquella. Menos
mal que era otro de los libros encontrados, medio descuajeringado –éste sí- en
la basura de la urbanización.
Cuando he salido de la nefasta visita librera
me he ido caminando a paso rápido hasta la Glorieta de Bilbao para tomarme un
café en el también remodelado Café Comercial. Sigue estando muy bien. Más
compartimentado que antes, menos churros y menos olor a café y chocolate, pero
donde han conseguido mantener el espíritu bohemio que ha tenido durante
decenios.
Se me olvidaba. Antes de ir al Café me he
pasado por La Academia de Bellas Artes de San Fernando para ver la exposición
del fotógrafo francés J. Laurent a quien le encargaron fotografiar la España
convulsa –y cuándo no- en el siglo XIX. (1856-1886). También una exposición
sobre grabados de Goya y la forma en que las hacían. Como dice un texto
explicativo: sólo por eso, por los grabados, ya debería pasar por uno de los mejores
artistas de todos los tiempos.
No he comprado nada pero he llegado contento
a casa. Porque, como se dice en el libro de Trapiello recordando a Balzac: Las
tres condiciones necesarias para coronar con éxito cualquier búsqueda en
rastros y almonedas “Piernas de ciervo, tiempo de sobra para vagar sin rumbo y
una paciencia de israelita”.
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