lunes, 18 de diciembre de 2017

SVETLANA ALEXIÉVICH. LA GUERRA NO TIENE ROSTRO DE MUJER.




  Otro libro leído de esta escritora y periodista en torno a los testimonios de personas anónimas que, con sólo dos o tres pinceladas, nos transmiten sus recuerdos de angustia o alegría.
  Como dice la contraportada, casi un millón de mujeres combatió en las filas del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial. Cientos de ellas cuentan sus experiencias. Muchas de ellas aterradoras, pero también hay espacio hasta para el amor en tales circunstancias. También, claro, para la tragedia y la vergüenza. En un momento dado Alexiévich nos narra conversaciones con “el censor” porque las autoridades rusas no veían adecuado que se hablara de determinados temas y de determinados modos.
  “Avanzábamos… entramos en los primeros pueblos alemanes… Éramos jóvenes. Fuertes. Llevábamos cuatro años sin mujeres. En las bodegas había vino. Había comida. Capturamos a unas chicas alemanas y… violamos a una entre diez hombres. .. Había pocas mujeres, la población escapaba del ejército soviético, así que cogíamos a las adolescentes. A las niñas… de doce, trece años… Si lloraban, les pegábamos, les tapábamos la boca con algo. Les dolía y nosotros nos reíamos. Ahora no entiendo cómo fui capaz de hacerlo… Yo venía de una familia educada… pero lo hice…
   “Lo único que temíamos era que nuestras chicas lo descubrieran. Nuestras enfermeras. Delante de ellas sentíamos vergüenza”.
La guerra es la selva, la lucha por la supervivencia. “Lo que cuesta encontrar en la guerra a una buena persona…”. Pero es que vemos a muchachas que eran gente normal, apenas niñas, preocupadas en sus quehaceres, convertirse en efectivas francotiradoras o tanquistas o guerrilleras.
  Hay reflexiones curiosas como aquella en la que se narra un paisaje lleno de cadáveres. Torturados, descuartizados… “¿Cómo la gente se atreve a cometer esas cosas delante de los caballos? Delante de los animales”.
  A veces uno descubre un pasaje en el que al que da el testimonio se le va la mano, o la boca. Es claramente una exageración aumentada por el doloroso recuerdo: “… ¿qué podía hacer? Corté aquella carne con los dientes. Le puse el vendaje. Le estaba vendando y el herido murmuraba: más rápido enfermera. Tengo que seguir luchando”.
  Había soldados mujeres que tenían el encargo de enviar cartas a los soldados del frente. Sin conocerlos. “Muchos habían perdido a sus familiares, algunos porque habían muerto y otros porque vivían en los territorios ocupados. Éramos nosotras quienes escribíamos las cartas firmadas por la Joven Desconocida. ¿Cómo van los combates? ¿Cuándo traerás la victoria a casa? Nos pasábamos noches enteras componiendo esas cartas”.
  La crueldad: “Recuerdo a un alemán herido, tumbado, se agarraba a la tierra, la herida le dolía; se le acercó nuestro soldado: ¡No toques eso, es mi tierra! La tuya está allí de donde has venido”.
  Pero uno de los pasajes que más me ha gustado y conmovido ha sido en el que se cuenta cómo, en su avance hacia Berlín, un grupo de soldados ocupó un castillo lleno de habitaciones y en donde había armarios llenos de vestidos. Todas quisieron dormir con esos vestidos ligeros y bonitos para sentirse otra vez mujeres. “No era lo que más odiaba, la muerte; lo que más odiaba era llevar constantemente ese uniforme ancho y feo y esas botas grandes y duras como piedras”.

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