Otro libro leído de esta escritora y
periodista en torno a los testimonios de personas anónimas que, con sólo dos o
tres pinceladas, nos transmiten sus recuerdos de angustia o alegría.
Como dice la contraportada, casi un millón de
mujeres combatió en las filas del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra
Mundial. Cientos de ellas cuentan sus experiencias. Muchas de ellas
aterradoras, pero también hay espacio hasta para el amor en tales
circunstancias. También, claro, para la tragedia y la vergüenza. En un momento
dado Alexiévich nos narra conversaciones con “el censor” porque las autoridades
rusas no veían adecuado que se hablara de determinados temas y de determinados
modos.
“Avanzábamos… entramos en los primeros
pueblos alemanes… Éramos jóvenes. Fuertes. Llevábamos cuatro años sin mujeres.
En las bodegas había vino. Había comida. Capturamos a unas chicas alemanas y…
violamos a una entre diez hombres. .. Había pocas mujeres, la población
escapaba del ejército soviético, así que cogíamos a las adolescentes. A las
niñas… de doce, trece años… Si lloraban, les pegábamos, les tapábamos la boca
con algo. Les dolía y nosotros nos reíamos. Ahora no entiendo cómo fui capaz de
hacerlo… Yo venía de una familia educada… pero lo hice…
“Lo único que temíamos era que nuestras chicas
lo descubrieran. Nuestras enfermeras. Delante de ellas sentíamos vergüenza”.
La guerra es la selva, la
lucha por la supervivencia. “Lo que cuesta encontrar en la guerra a una buena
persona…”. Pero es que vemos a muchachas que eran gente normal, apenas niñas, preocupadas
en sus quehaceres, convertirse en efectivas francotiradoras o tanquistas o
guerrilleras.
Hay reflexiones curiosas como aquella en la
que se narra un paisaje lleno de cadáveres. Torturados, descuartizados… “¿Cómo
la gente se atreve a cometer esas cosas delante de los caballos? Delante de los
animales”.
A veces uno descubre un pasaje en el que al
que da el testimonio se le va la mano, o la boca. Es claramente una exageración
aumentada por el doloroso recuerdo: “… ¿qué podía hacer? Corté aquella carne con
los dientes. Le puse el vendaje. Le estaba vendando y el herido murmuraba: más
rápido enfermera. Tengo que seguir luchando”.
Había soldados mujeres que tenían el encargo
de enviar cartas a los soldados del frente. Sin conocerlos. “Muchos habían
perdido a sus familiares, algunos porque habían muerto y otros porque vivían en
los territorios ocupados. Éramos nosotras quienes escribíamos las cartas
firmadas por la Joven Desconocida. ¿Cómo van los combates? ¿Cuándo traerás la
victoria a casa? Nos pasábamos noches enteras componiendo esas cartas”.
La crueldad: “Recuerdo a un alemán herido,
tumbado, se agarraba a la tierra, la herida le dolía; se le acercó nuestro
soldado: ¡No toques eso, es mi tierra! La tuya está allí de donde has venido”.
Pero uno de los pasajes que más me ha gustado
y conmovido ha sido en el que se cuenta cómo, en su avance hacia Berlín, un
grupo de soldados ocupó un castillo lleno de habitaciones y en donde había
armarios llenos de vestidos. Todas quisieron dormir con esos vestidos ligeros y
bonitos para sentirse otra vez mujeres. “No era lo que más odiaba, la muerte; lo
que más odiaba era llevar constantemente ese uniforme ancho y feo y esas botas
grandes y duras como piedras”.
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