Posiblemente este sea uno de los mejores
libros que he leído este año. Es una historia que hubiera firmado el mismo
Melville o el mismo Borges. Pero lo ha hecho el mismo Zweig, un gigante de las
letras de todos los tiempos. Es una historia sencilla: el narrador, que no
sabemos quién es, se refugia de la lluvia en un café de Viena y al rato comienza
a recordar de qué le suena el sitio: y cae en la cuenta de que en que allí fue
donde conoció al protagonista: un inmigrante judío de origen ruso, de gafas
gastadas, encorvado y de prodigiosa memoria cuya única ocupación es leer y
servir de buscador a personas interesadas en saber de libros: él lo sabía todo:
títulos, editoriales, año de publicación, forma, tamaño y color, dónde
encontrarlo. Y pregunta en la cafetería por él. Y casi nadie se acuerda ya:
solo la mujer que se dedica a limpiar los baños, vieja, puede dar cuenta del
triste destino del sabio judío.
Uno puede llegar a sentir la profunda
injusticia que ha deparado al mundo para con seres tan inocentes: tanto en la
época del libro, 1915 aunque escrito en 1929, como en lo que vendría después
con la llegada del nazismo.
Zewig es un valor seguro. Hubo unas décadas
en las que estuvo olvidado aunque yo, por suerte, heredé algunas ediciones
viejas de familiares y siempre me pareció una lectura amena e instructiva. Pero
con éste es capaz también de tocar la fibra sensible que todos llevamos dentro.
En algún momento se me han saltado las lágrimas.
Si no han leído este librito de nueve euros,
que se lee en dos apretones, léanlo en una cafetería donde a ser posible tengan
una luz macilenta y huela a café y a chocolate. Imaginen que en un rincón se
sienta, imperturbable y concentrado, un sabio que estará encantado de hablarle
de lo que sea siempre que esté en los libros.
Maravilloso.
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