Para mí Baroja es a la novela lo que Woody
Allen es al cine. No han hecho grandes cumbres, pero sí infinidad de mesetas
sublimes, o si queremos, exquisitas. Ésta es la tercera de la trilogía El
Pasado.
Fausto Bengoa
es un tipo ya mayor que se ha trasladado hace poco al margen derecho del Sena.
Está casado con Clementina, una mujer que quiere ser de altos vuelos y obliga a
su marido, más recatado en su vida social, a aceptar una condecoración de la
Reina Isabel II, que está exiliada en París. Eso le hace enemistarse con
paisanos republicanos, y alguno incluso lo ridiculiza: “Esas cosas se las suele
regalar a los zapateros”. Van desfilando personajes que entran y salen como
comparsas. Cómicos son algunos diálogos entorno a los grandes nombres de la
literatura; como el que mantiene con un viejo de aspecto enérgico, que echa por
tierra a todos y cada uno de los grandes nombres de las letras francesas. A
veces uno se imagina al propio Baroja, enfadado y echando pestes de esto y de
lo otro.
En 1871 hubo
un estallido social, La Comuna, un intento revolucionario; uno de los tantos
que ha habido en Francia en los últimos, digamos, cinco siglos. El final es
melodramático. Han detenido a todos sus amigos y los van a ajusticiar. Nanette
llora por las esquinas la desgracia de su prometido. La última frase:
demoledora. Triste pero con un punto de esperanza:
Siempre hay que volver a Baroja. Es siempre un placer leer sus frases
tan bien hilvanadas. Con sus puntos, sus comas y sus puntos y comas tan bien
repartidos. Ese ritmo que parece fácil de imitar y es tan difícil. Ese tono
descreído y fatalista que impregna todas sus páginas. Don Pío Baroja, ese querido
y gran conocido.
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