He querido imprimir y guardar entre las páginas de
este libro la carta que Oliver Sacks envió al New York Times y que se publicó
en El País a modo de despedida. Tenía cáncer y sabía que estaba próximo el
final. Las primeras frases son un lamento por no poder contemplar los
descubrimientos que se avecinan en el campo de la biología, la física o la
medicina. Sé de algunos que lamentan dejar este mundo sobre todo por perderse
finales de futbol de su equipo favorito. Bueno, qué más da. A todos nos duele morir
porque supone perdernos cosas que nos gustan, ya sean sushis o libros. Yo
espero, como esperaba Borges, que en el paraíso haya una biblioteca infinita.
Los primeros
capítulos coinciden en algunas cosas con El Tío Tungsteno, el libro sobre su
infancia, sobre su tío y sobre el aprendizaje, pero como he dicho antes,
intercala casos, anécdotas e historias que vienen al pelo y no despistan para
nada lo que nos está contando: su vida.
“Cuando era interno en el Hospital Middlesex, hubo un caso que me afectó mucho.
Joshua, un joven aficionado como yo a la natación, ingresó en la unidad médica
con unos extraños y desconcertantes dolores en las piernas. A partir del
análisis de sangre se le hizo un primer diagnóstico, y, a la espera del
resultado de otras pruebas se le permitió pasar el fin de semana en casa. El
sábado por la noche, mientras estaba en una fiesta con un grupo de jóvenes,
entre ellos algunos estudiantes de medicina, uno de éstos le preguntó a Joshua
por qué lo habían ingresado en el hospital. Él contestó que no lo sabía, pero
que le habían dado unas pastillas. Le enseñó el frasco a su interlocutor, que
al ver “6MP” en la etiqueta exclamó: “Jesús, debes de tener una leucemia grave”.
La narración sigue contando que el caso derivó en un dolor cada vez más
insoportable que ningún opiáceo ni droga alguna lograba calmar. Chillaba de
dolor día y noche.
“No debería
haberme sujetado –me dijo-. Pero supongo que tenía que hacerlo”.
Unos días más
tarde murió atormentado por el dolor”. Oliver Sacks lo había salvado unas
semanas antes cuando había intentado saltar desde lo alto del pabellón.
Con este libro
uno descubre facetas de su vida que no podría sospechar. Había sido levantador
de grandes pesas que luego le hicieron arrepentirse: se machacó las rodillas y
llegó a tener serios problemas con su espalda. También con las drogas de las
que llegó a abusar en exceso: marihuana, anfetaminas, ácido (divertido cuando
cuenta que en un viaje en autobús veía claramente a los usuarios con cabezas en
forma de grandes huevos y con ojos enormes), heroína, etc. Estuvo nadando hasta
casi el final de sus días y le gustaba cabalgar en su moto por carreteras
solitarias. También cuenta sus escasos encuentros sexuales y de cómo un
abandono le hizo mantener una castidad voluntaria durante los treinta y cinco
años siguientes.
Sabe contar
también escenas cotidianas llenas de encanto y delicadeza: “A principios de
1994 me adoptó una gata callejera. Una noche regresaba de la ciudad y allí
estaba, sentada impertérrita en mi porche. Entré en casa y saqué un platito de
leche, que el animal lamió sediento. A continuación levantó la mirada hacia mí,
una mirada que decía: “Gracias, amigo, pero también tengo hambre”. Uno puede
ver esa cara de la gata como si la tuviera delante.
El Doctor
Sacks representaba lo que todo paciente desea de un doctor: empatía. Sabía
entender y ponerse en el lugar del que sufre; para él eran personas y por eso
le supuso algunos encontronazos con la estructura médica. Un hombre le decía “Soy
un hombre condenado, me encuentro Little Ease”, “Ease era una celda de la Torre
de Londres tan pequeña que un hombre no podía estar de pie ni echado, nunca
podía estar cómodo”.
Frases
entresacadas de su carta de despedida:
“Para
mí, mi percepción de la belleza del cielo, de la eternidad, estaba asociada
indisolublemente a una sensación de fugacidad y muerte”.
“Y
ahora, en este punto crítico, cuando la muerte ya no es un concepto abstracto,
sino una presencia —demasiado cercana e innegable— vuelvo a rodearme, como
cuando era pequeño, de metales y minerales, pequeños emblemas de eternidad”.
“Los
lémures están próximos a la estirpe ancestral de la que surgieron todos los
primates, y me gusta pensar que uno de mis propios antepasados, hace 50
millones de años, era una pequeña criatura que vivía en los árboles no tan
diferente de los lémures actuales. Me encantan su saltarina vitalidad y su naturaleza
curiosa”.
Y la despedida en su libro, sabiendo ya que
le quedaba poco: En el curso de mi vida, larga y rica en experiencias, ha
habido centenares de personas que han sido valiosas e importantes, pero sólo he
podido incluir unas pocas dentro de los límites de este libro. Que tengan las
certeza, los demás, de que no los he olvidado, y que permanecerán en mi memoria
y en mi afecto hasta el día de mi muerte”.
Oliver Sacks murió el día 30 de agosto de
este año. No lo olvidaré nunca.
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