Parece que Elvira Lindo lleva un diario desde
hace muchos años -ella tiene mi edad- y este libro no es más, ni menos, que la
continuación de éstos en un momento en el que ha decidido no volver a pasar
otro invierno en Nueva York. Y lo ha hecho bien, muy bien. Siempre me ha
asombrado el hecho de poder desnudarse de un escritor, dejar a un lado toda la
ropa del pudor fuera de la página en blanco y poner encima toda la carne en
estado crudo. Yo he hecho intentos, de estas cosas que escribimos en internet,
pero siempre lo he dejado en el lado oscuro de una agenda doméstica, escondida,
como hacen las jovencitas pecaminosas.
Las entradas del diario no tienen fecha y
están divididas por esos signos que simbolizan los copos de nieve. Elvira es, como
casi todas las mujeres, muy friolera. Le aterra la nieve sucia que se acumula
en las calles de la ciudad. Leyendo los últimos libros de la autora nos enteramos
que no le gusta Nueva York; hace mucho frío, hay infinidad de ratas (¡qué
partes más divertidas!), y la gente va como en ninguna otra parte, a lo suyo.
Aún así no puedo evitar sentir cierta envidia por la vida que logra llevar
allá. Tener mucho tiempo libre, asistir a gimnasios, ir a restaurantes a menudo,
tener encuentros con gente interesante, ir a una peluquería con un peluquero
homosexual y divertido, ir a conciertos de jazz a menudo, pasear por Central
Park con los ojos de una cronista, hablar con españoles que la reconocen y
sobre todo convivir con Muñoz Molina, su marido. Siempre tendemos a imaginarnos
a los escritores más o menos famosos, atareados todo el día en sus cosas,
atendiendo a llamadas para entrevistas, y un sinfín de cosas más; pero seguro
que también se aburren, se entristecen, tienen miedos y echan de menos cosas
como todos. Y ella lo cuenta de manera muy divertida.
Aunque ella odie escucharlo, se conserva muy
bien. Es menuda pero tiene buenos genes.
El libro se lee en dos patadas; dos tardes.
Las páginas vuelan. Tiene un estilo que no es Henry James o Pasternak, como
ella misma dice, pero es un gusto refrescante meterse en sus páginas. Tiene
fotografías hechas por ella misma apuntando a las calles, gentes que pasan,
conocidos y amigos, ardillas y muchas cosas más. En algún sitio he escrito que
si este libro se comparara con una bebida sería un blanco semidulce y espumoso,
de los que cuando uno tiene sed, entra como una bebida isotónica. Sabe contar
las anécdotas como pocos; como por ejemplo la vez que a Antonio una taquillera le
confunde con un “senior”, y cuando le pregunta Elvira porqué no le había dicho
que no era tan mayor contesta: “porque me ahorraba tres dólares”.
Dice Elvira Lindo que va a dejar de escribir;
espero por el bien de sus fieles lectores que no sea verdad.
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