Tengo el despertador preparado para las siete de la mañana. No me hace
falta dormir más. Tan solo me quedan los últimos veintidós kilómetros. Desde la
ventana del hotel no se ve más que niebla. El desayuno está incluido, pero a
diferencia del día anterior no me apetece comer mucho. Sobre las ocho menos
cuarto emprendo la marcha. Pronto comienza a calentar el sol y la niebla se va elevando
poco a poco. Ya han salido muchos peregrinos desde Padrón y comienzo a
adelantar a unos y a otros. Comienzo a
sudar. Me he puesto uno de los polos que pensaba tirar y, efectivamente, cuando
llevo unas horas caminando lo llevo empapado y en la primera ocasión lo tiro a
un contenedor.
Al poco
de salir hay un desvío a la izquierda y el camino se adentra en una sucesión de
casas humildes y bosques centenarios. En este camino no se pasa por el monte
del gozo. Se baja una empinada cuesta
que dura algunos kilómetros y luego se va adentrando uno en la ciudad santa sin
parar de subir por la Avenida de Rosalía de Castro. En mitad de la calle
descubro una librería encantadora con un gran escaparate en el que lo primero
que me llama la atención es que los títulos no son los de siempre, los que uno
espera encontrarse en cualquier centro comercial. Tiene libros raros, antiguos,
usados. Muchos títulos interesantes. Lástima que vaya cargado con la mochila y
sudando a mares. He tenido mucha suerte con el tiempo. Solo una semana más
tarde todo era lluvia y tormentas. Una vez llego a la plaza del Obradoiro me
siento a observar a la gente. Normalmente gente cansada pero feliz. Un grupo de
mujeres vestidas de sevillanas están muy contentas. Hay gente de todo tipo en
el enorme espacio de la plaza. Me siento como en mi casa. Hay chicas jóvenes
tiradas en el suelo y comiendo un bocadillo. A una de ellas le pido que me haga
las fotos de rigor. Las otras se mueren de risa. Hay hombres solos como yo.
Cuando son cerca de la una y media pretendo comer por los alrededores.
Pero en un restaurante contemplo una escena que no me gusta. Un cliente le
espeta al camarero que le ha cobrado veinticinco euros por un platito de pulpo.
Claro, está sentado en una terraza a veinte metros de la catedral. No me lo
pienso y enfilo hacia el hotel. Antes me pongo a la cola de la compostelana. La
chica a la que pregunto lleva ahí un buen rato. Aquello no se mueve nada. Ya
tengo las dos clases de certificados que se pueden tener. ¿Hay alguna cosa por
la que merezca la pena esperar dos
horas? Yo no lo creo. Me voy.
No sé por qué pensé que mi hotel era el Tryp. Seguramente de haberlo
visto varias veces por internet. Hace un calor molesto, pegajoso. La
recepcionista del hotel me dice con lástima que mi hotel es el Exe y que está
lejos. Me aconseja que coja un taxi, pero dos cosas me hacen ir a pie a pesar
de estar cansado y sudoroso: está la huelga de los ganaderos y mi torpeza. Eso
se paga, hay que pagarlo. Meto la dirección en el GPS y voy lo más rápido que puedo. Me marca casi
cincuenta minutos, pero me da la oportunidad de recorrer las afueras de
Santiago. Mi hotel está dentro de una moderna galería comercial. No tiene
servicio de comedor pero la recepcionista me dice que dentro se puede comer
bien. Me como un enorme entrecot con patatas y un par de cervezas. Una tarta y
un chupito. Solo quiero tumbarme en la cama y descansar.
Por la noche había pensado recorrer otra parte de la ciudad; la más
moderna. Calles empinadas desde el río
Sar me llevan hasta una plaza donde pensaba ver un local donde había visto por
internet que daban clases de baile latino. El espectáculo decepcionante. Dos o
tres parejas intentando hacer algo parecido al baile en un pequeño local
desangelado. Y en el local de al lado un camarero enfrascado en su móvil. Me
dice que más tarde llegarían más chicas. Me entristece tanto que a pesar que le
digo que daría una vuelta y volvería, me voy a cenar a algún sitio. Paso por la
puerta de El Latino. Un bar que atrae desde la misma entrada. Una gran barra en
forma de U atendida por varios camareros serios y serviciales. Cuando me dice
qué voy a tomar observo a los dos caballeros que están a mi izquierda y decido
pedir lo mismo que ellos: un bocadillo de calamares. Un gran trozo de pan
gallego, fino y delicado como una oblea y con una cantidad de calamares
asombrosa. Al principio, viendo el tamaño creí que no podría acabarlo, pero
luego comí hasta el último aro con verdadera delectación y agradecimiento. Yo,
poco dado a prodigar elogios, le dije al camarero que había probado el mejor
bocadillo de calamares de mi vida. Y lo dije casi con lágrimas en los ojos.
Después, para acabar la noche (aunque no eran más de las once), decidí
tomarme una ginebra Nordés en un sitio cercano. Por cuatro euros y medio.
Delicioso. Luego, como no me apetecía caminar pregunté a un taxista cuánto me
cobraba por llevarme al hotel. No me gustan las sorpresas. Me respondió de
manera antipática y decidí esperar a otro. Por siete euros, con propina, me
dejó a poco más de las once y media de la noche. Ya solo me quedaba dormir,
desayunar a las ocho al día siguiente y emprender el camino de regreso a casa
en el tren de las nueve y cinco. Nada que destacar. Sólo que en asiento de al
lado, al otro lado del pasillo, se sentaron una pareja de peregrinos. Ambos de
treinta y tantos. No pararon de hablar de sus parejas anteriores, de sus
trabajos, de lo bien que se lo habían pasado, de que no podían dejar de verse,
de que ella debía ir apronto a visitarlo, etc. Yo estuve, aparte de escucharlos
sin querer, -luego me puse los auriculares porque no podía aguantar más-, sin
parar de leer las seis horas que dura el trayecto. Primero el periódico del
día, El País con su Babelia enterito, (fabulosa la entrevista a Piglia) y luego
el libro de La casa de las bellas durmientes de Kawabata. Tenía unas ganas tremendas
de leer quizá debido al régimen auto impuesto por las caminatas. En la portada
la resaca de la manifestación en Barcelona. Qué lejos siente uno las cosas
cuando está en otras ocupaciones. Una grúa mata a 87 peregrinos en La Meca.
Días después, en el mismo lugar, una avalancha ocasiona cerca de ochocientos
muertos. Quizá sea una estimulación a que se produzcan milagros. Cientos de
personas directamente al paraíso.
Mi paraíso de rutina, mi paraíso de vida familiar, ni siquiera mostraron
algo de alegría. Era la hora de la siesta del 12 de septiembre de 2015. Todos
dormían o estaban en la ocupación de sus cosas. Otro recuerdo guardado en el
fon do de mi corazón. Otro tiempo de espera por delante hasta el próximo viaje.