Madrid, 8 de septiembre. Viaje.
La idea era hacer a pie los ciento quince
kilómetros que separan Sarria, un pueblecito de la provincia de Lugo, y
Santiago de Compostela, en cuatro jornadas, y hacerlo sobre todo en solitario.
Y quizá por afán coleccionista, conseguir
la credencial compostelana en versión religiosa-espiritual, porque la deportiva-cultural
ya la obtuve hace cinco años al hacer el camino completo desde Roncesvalles, en
bicicleta y con diez amigos más; once si contamos al conductor.
El viaje: no puedo evitar ser como soy. Me da
rabia que me pueda la ansiedad pero aun así salgo de casa a las 09:30 horas
sabiendo que el tren sale de Chamartín a las 12:20 y de que no se tarda más de
hora y media en el peor de los casos. No obstante y dicho en mi descargo, tengo
que reconocer que me gusta el tiempo de espera que se pasa en las estaciones de
tren o de avión o de barco. Observar a la gente que va y viene; mirar las
cafeterías y las tiendas; contemplar qué libros se venden en los puestos de
prensa.
En la estación se ve a gente con mochila y
ropa de caminante. Para hacer tiempo doy unos paseos arriba y abajo. Cuando
tengo todo visto voy a una cafetería a pedir un café y un par de churros que
descarto enseguida porque son pura goma. En la barra hay dos mujeres y un
hombre algo más jóvenes que yo. En el vagón se sentarán justo detrás de mí. En
la cafetería del tren charlamos un rato, y con un argentino trasplantado en las
Islas Canarias. Saqué el tema de los paraguas, viendo el panorama del cielo
cubierto y las gotas de lluvia en los cristales. Antes de entrar en el túnel de
Guadarrama había sol; a la salida, el cielo lleno de nubes negras. Las previsiones
en el móvil no pueden ser peores. Ya sentado en mi asiento, viendo las montañas
cada vez más altas y el suelo cada vez más embarrado, me imagino como Johnatan
Harker, el abogado que ha de emprender un viaje hacia los Cárpatos para
reunirse con el Conde Drácula.
He tenido mala suerte con mi compañera de
asiento. Es una pobre mujer de Ourense que lleva un bebé de diez meses. Está constantemente atareada con la niña. No
para de ofrecerle agua o leche y en cuanto se echa a llorar se desespera. Yo de
vez en cuando le lanzo miradas de comprensión pero mi rostro debe reflejar a
buen seguro el rechazo que me procuran siempre todos los niños. Al rato ambas
están rodeadas de olor a leche, pis y caca, y no en ese orden. Media hora antes
de llegar a mi destino se ha bajado en su estación sin despedirse. Ha sido un
alivio, seguro que para ambos. En cambio, en el asiento delantero, van un señor
de 87 años y una muchacha con el pelo rubio. El hombre no para de hablar y de
contarle cosas.
En el campo hay cada vez más helechos en los
bordes de la vía. Llegamos a Sarria a las seis y media, un poco más tarde de la
hora prevista. Mi pensión está al final de la calle principal y casi única de
Sarria. Casi media hora caminando. Detrás de mí viene una chica con una mochila
grande detrás y una pequeña delante. Le pregunto si va al Cristal, mi pensión,
y me dice que sí y que creía que se había perdido. En recepción -una barra de
bar-, nos preguntan qué habitación tenemos y después de aclarar que vamos por
separado nos da a cada uno la nuestra. Hemos hablado del comienzo del camino y
me he quedado con las ganas de decirle si quería tomar algo luego para cenar.
Siempre se me ocurren las cosas con media hora de retraso. Parecía una chica
maja. Nunca la volví a ver en el camino.
La habitación, minúscula, tiene dos camas y
baño compartido. Después de ducharme y leer un rato salgo a dar una vuelta. Voy
hasta la pensión que ocupamos la otra vez y le hago una foto que envío al grupo
de wathssap. Cuántos recuerdos me trae esa calle. En los bares y restaurantes
que hay en la ribera del río, de nombre también Sarria, hay tanta gente que no
hay sitio para sentarse. El agua está llena de patos y gansos; algunos de ellos
de gran tamaño. Así que voy a un local cerca de la pensión donde pido una pizza
de carne y varias cervezas. Mientras espero tomo algunas notas en la agenda que
he traído. Todo me sabe muy rico. Cuando termino todavía es temprano así que
voy a un local cercano donde televisan un partido de futbol. Pregunto a la
camarera si tienen mi ginebra favorita, la Nordés, y después de buscarla un
poco me dice que sí. Antes le pregunto el precio del gin-tonic: 6 euros, y me
pregunta qué quiero de tapa: tortilla, croquetas, queso…, me paro cuando oigo
la palabra pulpo. Es un platito de madera con no menos de seis trozos; algo
duros pero sabrosos. Me voy a la cama sobre las once, un poco agitado por el
viaje y con una ilusión enorme por comenzar el camino bien temprano. La chica
del bar de la pensión me informa que se puede desayunar a partir de las seis de
la mañana y a las seis en punto estoy allí.
“…alrededor de las
seis de la mañana, me encontré en una plazuela rodeada de acacias, en el centro
de la ciudad desierta, a solas con mi bolsa de viaje. Son ésos, quizá, los
mejores momentos de los viajes, porque no sabes muy bien adónde irás ni qué
harás en las siguientes horas, y estás como suspendido en el vacío, alejado del
tiempo y en un espacio que se antoja irreal. O sea: tienes hondas sensaciones
de libertad”.
Javier Reverte. Corazón de Ulises.
No era mi caso. Yo sí sabía adónde ir pero el
sentimiento de libertad era absoluto: decidir cuándo salir, por dónde ir,
cuándo parar, con quién hablar, qué ver y qué no ver, qué comer y dónde dormir;
todo ello sin dar cuentas absolutamente a nadie.
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