Por fin termino este primer y último volumen (para mí) de Proust. Combray, Unos amores de Swann y Nombres de tierras: EL Nombre.
El narrador sería lo que hoy se llama un meapilas, con perdón, espero que no se ofenda. La cantidad de vueltas e importancias que le da a chorradas del copón. Naderías. Menos mal que a un escritor para mí reverenciado no le guste tampoco: A Mario Vargas Llosa.
¿Qué hay dentro de La Meca? ¿A qué tanta importancia? ¿Qué hay dentro de En busca del tiempo perdido? ¿El recuerdo de un tipo burgués y aburrido (vale ¡y discretamente homosexual!) que recuerda amoríos cursis y paseos sosos aparte del olor de un té y una madalena? A veces los humanos creamos dioses y vírgenes donde solo hay un árbol o un excremento. Este tipo de novelas están hechas para otro tiempo. El ritmo, el exceso de detalles, el circunloquio, párrafos extensos de frases larguísimas con decenas de subordinadas para decirnos si Odette miró de perfil a Swann. Deseando estaba de que suicidaran.
EL machismo no superado: “Mi tío era un hombre como los demás y había intentado poseerla a la fuerza”. Un hombre como los demás, como los de antes, como los de ahora, ¿Como los de siempre? Esperemos que no.
Leer esta novela produce fiebre. O quizá sea el calor con que asociaré siempre su lectura: “…vino a unirse en seguida ese vago deseo de arrojar que se siente cuando hemos cogido un fuerte catarro de garganta; y me tuve que meter en la cama, con una fiebre tan persistente”.
También puede ser que los últimos días haya tenido covid... Qué verano más raro.
Este libro lo compré hace veintiocho años. Nunca vi el momento de meterle mano, con un par de intentos. Mi intuición entonces era tan correcta como ahora. No me gusta Proust y con mi edad ya no me importa reconocerlo. Agur.
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