De entre los veinte o veinticinco libros que
tengo pendientes de leer he elegido precisamente éste, comprado en el Rastro
por 1 euro hace unos pocos meses- en abril-, para desintoxicarme de la
traducción del de Andric, aunque el pobre no tenga la culpa. Azorín tiene el
uso del lenguaje más cristalino de los últimos siglos. Construye sus frases
con hormigón armado pero con hormigón pulido al fin y al cabo. Brillante,
escueto, minimalista, impresionista. Las descripciones que hace de los
paisajes, sobre todo en la primera parte del libro, son como cuadros de
naturalezas vivas en las que no falta el color, la sombra y hasta con el
añadido del olor y el sonido en el caso de que lo haya. De entre las primeras
páginas hay que destacar la descripción que hace de una caja con tres arañas.
La lucha por la vida, las trampas, la caza, todo lo cuenta como un entomólogo
entendidísimo, o como un divulgador excelente, a modo de Maeterlinck. Por
cierto que Azorín fue traductor de alguna obra del sabio autor belga. “… le
da de cuando en cuando golpecitos con los palpos sobre la espalda, como
queriendo convencerla de su teología. –es una araña comiéndose a una mosca-.
Azorín no sabe si la mosca quedará convencida; ello es que sus patas han
cesado de moverse y que Ron –la araña- se la lleva a un ángulo, donde
permanece quieto con ella un gran rato”. Deliciosa escena que he disfrutado
mucho.
Esta novela, 1903, está entre las otras dos que
también leí en su tiempo: La voluntad, de 1902 y Las confesiones de un
pequeño filósofo, de 1904, todas ellas en baratas ediciones de quiosco que
sin embargo me han procurado un placer de príncipe.
Azorín habla en tercera persona. Azorín es otro
personaje más aunque el más importante. Habla con sacerdotes, con mozas de
pueblo, unas beatas, otras medio enamoradiscas. Apenas tiene argumento pero
se pueden leer diálogos certeros, chispeantes, profundos y y tristes a veces.
La conciencia de la vida, el paso inapelable del tiempo. Decía yo hace poco,
en medio de un jolgorio a la hora de las copas en una cena de amigos, que en
algún momento, a todos nosotros nos empezaría a ir realmente mal en la vida.
Seguían las risas pero más serias. Sabemos que llegará un día en el que no
seremos testigos del mundo. Todas estas ideas las expresa Azorín de manera
magistral. “Todo pasa, Azorín; todo cambia y perece. La eternidad no existe.
Donde hay eternidad no puede haber vida. Vida es sucesión; sucesión es
tiempo”.
Toda la “acción “se desarrolla, al principio, en
Monóvar, su pueblo natal. Luego pasa a Yecla, el pueblo de su padre, del que
llegó a ser alcalde, Petrer, el pueblo natal de su madre. Madrid, Toledo...
“-Sí
querido Sarrió, los libros son falaces; los libros entristecen nuestra vida.
Porque gastamos en leerlos y escribirlos aquellas fuerzas de la juventud que
pudieran emplearse en la alegría y en el amor. Y cuando llega la vejez y
vemos que los libros no nos han enseñado nada, entonces clamamos por la
alegría y el amor, ¡que ya no pueden venir a nuestros cuerpos tristes y
cansados!”
Ay! Qué buenas
charlas se pegan Azorín y Sarrió. Cuánto me hubiera gustado haberles
escuchado departir en un café o en su mesa camilla. Por cierto que cuenta
Trapiello en su último diario leído, Apenas sensitivo, que a lo último Azorín
ya no salía porque necesitaba del baño cada poco. Qué pena de vida. Viva
Azorín.
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lunes, 13 de agosto de 2018
AZORIN. ANTONIO AZORIN.
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