Camino por la calle Princesa hacia arriba
para hacer unas gestiones. Son casi las nueve de la mañana. Hace ya calor, los
primeros días de verdadero calor de un verano al que le ha costado entrar.
Pegado a la entrada del metro de Arguelles, sentado en un banco y leyendo un
periódico gratuito, veo a un viejo que me llama la atención, nos cruzamos la
mirada un segundo. Va vestido de blanco. Pudiera ser un maestro panadero o un
nostálgico de los Sanfermines o de la sanidad. Sigo caminando. ¡Juraría que era
Álvaro Pombo! Camino cien metros, cada vez más despacio. Voy pensando que me
gustaría saludarlo, pero, quizá no sea él; si es Pombo, desde luego está más
delgado, más viejo de lo que recordaba, de la multitud de veces que le he visto
en la tele. Me digo que si no retrocedo me sentiré peor, así que miro el reloj
-llevo quince minutos de margen hasta que abran la sucursal- y doy media
vuelta. Espero que continúe allí sentado. Efectivamente se encuentra allí. Me
acerco con algo de reparo. “¿Es usted Álvaro Pombo?”. Me mira e intenta
ubicarme sin éxito. No puede conocerme porque es la primera vez que nos vemos.
Le doy la mano y le digo que he leído algunos libros suyos y que me alegra
conocerle. Tiene la piel translúcida como la hoja roja de fumar en la novela de
Delibes. En el bolsillo un paquete de Camel. Le digo también que echo de menos
aquellos coloquios en la televisión en los que él junto a otros salía hablando
de libros, de cultura. Me dice un poco triste que esa tele ya no existe. “Ahora
salen chavales montando en patinete pero yo no monto en patinete, claro”. Le
pregunto si sigue escribiendo y me hace un gesto como diciendo que a quién se
le ocurre dudarlo. Antes de despedirme quiero agradecerle lo que hizo por un
primo mío que estaba en el Proyecto Hombre. Esa institución que intenta salvar
a los jóvenes de la cárcel de las drogas. “Sí, estuve siete años yendo un par
de veces por semana. Yo les decía que me contaran lo que veían cada día cuando
abrían la ventana, simplemente. Eso ya les hacía bien”. Le cuento que mi primo
superó aquello y que ahora lleva una vida más o menos convencional y libre de cadenas.
“Todos caímos en errores de jóvenes y no pasa nada”. Me despido de él y le
deseo suerte. No me imaginaba que pudiera ver a un grande de las letras,
anciano y premiado escritor sentado tranquilamente en un banco de la calle Princesa.
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