Hemos sufrido un atasco y llegamos con la
hora pasada. El sitio está cerca del Retiro, en el barrio de Salamanca. El aula
se encuentra en el Instituto Internacional pero no damos con ella. Después de
las indicaciones de un joven, se encuentra en el sótano del edificio. Bajamos
las escaleras a la carrera. Tememos que, como hacen en otros sitios, cierren
las puertas y no nos dejen entrar. Cuando entramos el presentador ya está
haciendo la semblanza del escritor. Nos sentamos en la última fila pero se ve y
se oye perfectamente. Debe haber no más de veinticinco personas.
Dice Trapiello cuando empieza a hablar que
hay un lector suyo que ha clasificado sus diarios por temas y que le pidió,
para esta conferencia, que le entresacara los referidos a la enfermedad. “Sólo”
salieron ciento y pico páginas de las once mil más o menos que llevan los
diarios. Por supuesto no va leerlas todas pero sí una selección. Dice que él
intenta ser humorístico con su propia enfermedad y dice ser hipocondriaco asegurándose
y equivocándose del todo, que no hay entre el público nadie como él, es decir,
hipocondriaco. Yo lo soy y estoy seguro que la mayor parte de los presentes
también, sobre todo aclarando lo que dice el escritor: que cuando algo le duele
es que le duele de verdad. En el fondo, remarca, es el miedo a la muerte,
simplemente.
Nos cuenta varios episodios de sus achaques.
Habla de una hernia en la espalda que le tuvo en cama con un dolor
insoportable, inconsolable en mitad de la noche, deseando que llegara la aurora
y que al menos M., su mujer, no durmiera y viviera como si el mundo estuviera
tranquilo. Le digo al oído a J. que ese párrafo lo acababa de leer hacía un
rato. Contó experiencias varias en el urólogo que arrancaron varias carcajadas
al respetable. Inolvidable la descripción de la mano y los dedos enormes de un
médico joven que sustituía al suyo de siempre por defunción. La postura que le
hizo tomar para la exploración y que no coincide con mi experiencia: A él le
pidió que se apoyara en el respaldo de una silla y se bajara los pantalones. Mi
experiencia se parece más bien a la de las mujeres cuando van al ginecólogo o a
parir.
Contó también con la gracia que le
caracteriza –cuando uno de León es gracioso, lo es en grado sumo pero de un
modo castellano, fino, irónico, culto- la vez que estuvieron en Tenerife y se
vieron obligados a asistir a LoroPark, un sitio que les recomendó un tío suyo y
que no podían perderse. Él se sintió morir por un problema de tensión alta y ya
imaginó su necrológica: Manzaneda de Torio, León, 1953, Loro Park 1987.
Dice que con la enfermedad de los demás es
muy serio y que jamás osaría hacer gracietas. Cuenta que cuando era niño sus
padres le llevaron en varias ocasiones a ver a niños muertos, ahogados o por
enfermedad. “Mira niño, para que veas la suerte que tienes”. Eso imagino que
marcará para toda la vida.
Cuando terminó, en un poco más de una hora,
saqué mi ejemplar de la bolsa, “El Gato encerrado”, el primero de sus diarios
aparecido en 1990, y me fui con la intención de que me lo dedicara. Tenía
cierto reparo porque antes había advertido el autor que estaban allí un par de
primas, algunos conocidos e incluso un urólogo amigo (no le vi las manos).
Debía llegar antes de que lo rodearan. Le pedí, por favor Don Andrés, si me
podía firmar el ejemplar. Con que hubiera estampado su firma me hubiera bastado
pero me miró y preguntó mi nombre: Herminio. “¿Eso es con h?” Lo confirmé y por
dentro me extrañó porque en su libro acababa de leer el nombre de Herminia
Muguruza. El caso es que luego me preguntó la fecha. “¿Estamos a 8?” Sí, dije
sin pensar. Luego recordé que no, que era jueves siete. Empezó a emborronar y
le dije que no importaba, que eso dentro de unos años no tendría importancia.
Al final escribió “Para Herminio, este primer tramo de un camino que deseo
corto y largo al mismo tiempo. Su nuevo amigo, Andrés Trapiello. 7, ocho
tachado, de junio de 2018. Madrid”. Esto, claro, lo leí un rato después,
saboreando emocionado una cerveza. Si lo hubiera hecho allí le habría dicho que
no, que este es el tercer libro que leo de él y que pienso leerlos todos aunque
sea de manera desordenada. Es, como él dice, una novela en marcha, así que da
igual empezar por delante o por detrás.
Cuando ya nos despedíamos –estuvo simpático y
cercano- me preguntó con un punto de vanidad: “¡Qué, ha estado bien, ¿no?” Yo
le contesté: Genial. Ya le he escuchado varias y me parecieron todas interesantes
y bien dichas: las dos que dio sobre el Rastro sobre todo. Y me dijo, -yo lo sabía-,
que pronto, en octubre, saldrá un libro suyo sobre el Rastro y que esta mañana
mismo le había llegado la que será su portada. Salí muy contento. Eufórico,
porque no siempre tengo la oportunidad de hablar con alguien al que admiro
tanto.
El sábado, si no pasa nada raro, iré otra vez
a verle, esta vez en la Feria del Libro.
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