Después de leer los dos últimos tomos de los
diarios de Andrés –lo llamo así porque, como él mismo ha puesto en las
dedicatorias, somos ya amigos- decidí comprar y leer “El Gato encerrado”, que
es de donde arranca todo. Corresponde al año 1987, siendo publicado en 1990. Es
de los más finos, literalmente hablando. En estilo son, de momento, todos buenos.
Casi no llega a las doscientas páginas y se hace muy ameno. Fui a la caseta de
Pre-textos con su “Miseria y Compañía”, donde aquel año giró en torno a su
rotura de tobillo, a que me lo dedicara. También compré allí mismo, en su
“jaula”, el siguiente: “Apenas sensitivo”. Es el sexto ejemplar que compro en
lo que llevamos de año. Y me alegra contribuir a que su economía esté más
saneada si cabe. Unos ciento cincuenta euros redondeando. Me ha vuelto a
preguntar el nombre que no recordaba de hace solo un par de días. Herminio. Y
le recuerdo que en este mismo ejemplar mentaba a Herminia Muguruza. Sí, claro,
me aclara, “una estupenda editora”.
Me pregunta si he encontrado diferencias en
el paso de los años. Le he dicho que no en el estilo pero sí en el contexto
histórico: en el 87 no había ni siquiera internet, y eso ha cambiado el mundo.
Pero el modo de contar las cosas es el mismo, es decir, certero, como las
cantatas de Bach. Son muchas, son distintas, pero a todas las une ese aroma que
lleva la firma de un genio.
Este ejemplar, cuando era un manuscrito, lo
llevó de paseo por muy diversas editoriales y en todas encontró evasivas. En
España los diarios no venden. Pero los dueños de Pre-textos eran amigos suyos y
quiso dejarlos como última oportunidad. Desde entonces han publicado con ellos
veintiún tomos y en septiembre saldrá el veintidós, que compraré, y lo pondré
en la rampa de salida más cercana para seguir luego con los demás; el orden, en
este caso, tampoco altera el orden del producto. Ni siquiera haría falta leer
cada ejemplar por ningún orden aunque sí es aconsejable: uno percibe del
natural el paso de las estaciones, la aparición del frío o de las flores, el estado
de ánimo. En el 87 Andrés tenía 34 años y ahora tiene casi sesenta y cinco:
escribe igual de bien. Si acaso ahora tiene más vida, más experiencias, más
lecturas, más decepciones.
Le confesé que yo también era un aprensivo,
un hipocondriaco de libro, nunca mejor dicho, y así lo ha dejado escrito en una
de las dedicatorias, uniéndonos ya para siempre en el club de los miedosos por
la salud.
El contexto es algo primordial. Si algo se
saca de ahí pierde brillo e incluso se puede convertir en algo inservible y
dañino. A veces, incluso dentro del contexto hace que uno se enternezca y se
sienta unido al autor en sus desvelos: “El argumento no es gran cosa –habla de
que está planeando una novela y le cuesta- pero en la literatura sobran
argumentos. Bajo a darme una vuelta. Es temprano y mi calle está vacía. Me
cruzo con una beata que se dirige a Santa Bárbara y con dos chaperos que no se
sabe si van o vienen. Pienso de nuevo en la novela interrumpida y me asalta un
deseo inquietante: en ese momento cambiaría mi vida por la de esa vieja o por
la de los chaperos. Todo antes que seguir escribiendo”. Imagino el titular de
una noticia: Andrés Trapero preferiría ser chapero a ser artista.
Trapiello es, como todos los escritores,
bastante vanidosillo. Le gusta que le doren la píldora. Aunque su cola de
lectores no superaba la media docena, nunca, en el buen rato que estuve, se
quedó vacía, que para mí es lo peor. Se convierten entonces en una especie de
mono abandonado en su jaula. Javier Marías, unas casetas más arriba, tenía una
cola densa y larga como las que se ven para entrar en los museos vaticanos. En
otra entrada cuenta un encuentro con un conocido: “Estuvo muy amable, me dijo
cosas agradables e insistió mucho en que creyera que le había gustado un
artículo mío. Yo le creí, pero no por ello le enseñé el ramo de clavellinas
rosas que llevaba en la mano. Volví a casa más contento. Es absurdo que la
opinión de alguien al que no vemos en seis meses nos influya. Yo esta mañana,
antes de bajar, me notaba algo arrugado. Ahora menos. Está comprobado que los
bálsamos son un espejismo. No quitan la sed, pero te ayudan a seguir en el
desierto”.
Mi idea es leer un tomo de estos diarios
alternándolo con los otros, con los libros habituales, como el que toma un
sorbete entre plato y plato para hacer descansar el paladar.
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