Tenía ganas de leer este libro y lo tenía en
los pendientes para comprar pero era ya difícil encontrarlo en las librerías.
El 25 de febrero, en una fría y soleada mañana de invierno, quise ir al Rastro
y, como casi siempre, terminar en la Cuesta de Moyano donde indefectiblemente
subo, lo primero, a saludar a Don Pío y luego despacio y en zigzag ir bajando
de puesto en puesto hasta el Paseo del Prado para cruzarlo y tomar el metro en
Atocha. En uno de los puestos lo vi y lo compré. Juan Tallón es un escritor y
periodista que siempre me ha gustado. Es un periodista literario, que sabe y
sabe contarlo. Y en este caso habla de un tema que siempre, a la vista está, me
ha interesado: el suicidio y la literatura. “Es un escritor extraordinario,
divertido, sentimental, audaz. Alguno de sus libros (Libros peligrosos)
contiene todos los libros que yo recomendaría”, dicho por el gran Juan Cruz.
En su libro se habla de cuatro poetas (¿no
debería decirse dos poetisas y dos poetos? Lo digo por lo políticamente correcto
últimamente); dos hombres y dos mujeres: Cesare Pavese, Gabriel Ferrater,
Alejandra Pizarnik y Anne Sexton. Va desgranando en capítulos alternos el
acercamiento al final de su vida pero sin recrearse para nada en los detalles
del método. “Nada es nunca lo suficientemente bueno. La insatisfacción es la
única felicidad que le queda al poeta. Y la mayor desgracia. El texto siempre
puede ser mejor. Cómo considerar un adjetivo definitivo, insustituible, sin
echarse a temblar de frío”.
“Esta poesía –le dijo a Rosa Chacel- es como
cuando tocas el fondo, la raíz, me hace pensar en el dentista que con su
aparatito acaricia el nervio más intimo y entonces provoca un dolor total”.
“Kierkegaard contaba que al regresar a su
casa, después de haber hecho reír a todo el mundo en algún salón de Copenhague,
solo tenía ganas de suicidarse”. “La cama le recuerda que, a fuerza de
perseverar en la vida, acabará muriendo. De pronto, un día no nos levantamos
más y la metáfora de la cama se consuma”.
“Flavio Einaudi cita a menudo una velada que
compartió con Ludwig Wittgenstein en Ginebra. Flavio y dos amigos habían
coincidido en el mismo hotel que el filósofo vienés y lo invitaron a almorzar.
Todos esperaban ser iluminados por el genio, pero este se pasó media comida
hablando de una loción francesa para la caída del pelo. Era milagrosa.
Desprendía un olor insoportable, pero su uso sistemático garantizaba ciertos
resultados. Einaudi permaneció todo el tiempo atónito, y como es un hombre
extraordinariamente tímido, solo fue capaz de abrir la boca en dos ocasiones
para decir “interesante””. “Cada día es el final, o el antefinal, pero cada
noche se olvidaba de suicidarse”.
Se lee en dos tirones y deja en la boca una
sensación de cobre derretido. La nada y “un rumor de pasos y un batir de alas”.
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