martes, 27 de marzo de 2018

JUAN TALLÓN. FIN DE POEMA.



  Tenía ganas de leer este libro y lo tenía en los pendientes para comprar pero era ya difícil encontrarlo en las librerías. El 25 de febrero, en una fría y soleada mañana de invierno, quise ir al Rastro y, como casi siempre, terminar en la Cuesta de Moyano donde indefectiblemente subo, lo primero, a saludar a Don Pío y luego despacio y en zigzag ir bajando de puesto en puesto hasta el Paseo del Prado para cruzarlo y tomar el metro en Atocha. En uno de los puestos lo vi y lo compré. Juan Tallón es un escritor y periodista que siempre me ha gustado. Es un periodista literario, que sabe y sabe contarlo. Y en este caso habla de un tema que siempre, a la vista está, me ha interesado: el suicidio y la literatura. “Es un escritor extraordinario, divertido, sentimental, audaz. Alguno de sus libros (Libros peligrosos) contiene todos los libros que yo recomendaría”, dicho por el gran Juan Cruz.
  En su libro se habla de cuatro poetas (¿no debería decirse dos poetisas y dos poetos? Lo digo por lo políticamente correcto últimamente); dos hombres y dos mujeres: Cesare Pavese, Gabriel Ferrater, Alejandra Pizarnik y Anne Sexton. Va desgranando en capítulos alternos el acercamiento al final de su vida pero sin recrearse para nada en los detalles del método. “Nada es nunca lo suficientemente bueno. La insatisfacción es la única felicidad que le queda al poeta. Y la mayor desgracia. El texto siempre puede ser mejor. Cómo considerar un adjetivo definitivo, insustituible, sin echarse a temblar de frío”.
  “Esta poesía –le dijo a Rosa Chacel- es como cuando tocas el fondo, la raíz, me hace pensar en el dentista que con su aparatito acaricia el nervio más intimo y entonces provoca un dolor total”.
  “Kierkegaard contaba que al regresar a su casa, después de haber hecho reír a todo el mundo en algún salón de Copenhague, solo tenía ganas de suicidarse”. “La cama le recuerda que, a fuerza de perseverar en la vida, acabará muriendo. De pronto, un día no nos levantamos más y la metáfora de la cama se consuma”.
  “Flavio Einaudi cita a menudo una velada que compartió con Ludwig Wittgenstein en Ginebra. Flavio y dos amigos habían coincidido en el mismo hotel que el filósofo vienés y lo invitaron a almorzar. Todos esperaban ser iluminados por el genio, pero este se pasó media comida hablando de una loción francesa para la caída del pelo. Era milagrosa. Desprendía un olor insoportable, pero su uso sistemático garantizaba ciertos resultados. Einaudi permaneció todo el tiempo atónito, y como es un hombre extraordinariamente tímido, solo fue capaz de abrir la boca en dos ocasiones para decir “interesante””. “Cada día es el final, o el antefinal, pero cada noche se olvidaba de suicidarse”.
  Se lee en dos tirones y deja en la boca una sensación de cobre derretido. La nada y “un rumor de pasos y un batir de alas”.
 

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