sábado, 3 de marzo de 2018

27/02/2018



Presentación en la Fundación de Telefónica de Un andar solitario entre la gente.
  Madrid a 27 de febrero de 2018, antes de las siete de la tarde, Gran Vía. En Madrid llueve y hace un poco de frío y hay, como siempre, mucha gente en la calle. He quedado con Yolanda, cobloguera del de Muñoz Molina, en la cafetería que hay al lado de la librería Pérez Galdós, calle Hortaleza. Apetece un café. Mientras llega leo el libro de Trapiello, el último de sus diarios, y no puedo dejar de sonreír, “Lo malo de la muerte no ha de ser sino la primera noche…”  qué bueno es, joder, aunque la frese no sea suya. Enseguida llega Yolanda envuelta en abrigo, guantes, bufanda y gorro de lana, como una parisina friolera y distinguida. Nos abrazamos porque, aunque no nos hayamos visto en persona hasta entonces, nos conocemos de mil comentarios wasapiles y decenas de fotos. Las primeras frases que intercambiamos son de re-conocimiento: trabajos, maridos y mujeres, hijos, viajes,  libros, blogueros (sin hablar mal de casi ninguno), y de la presentación del libro, porque aquí estamos para hablar de su libro.
  Entramos en el histórico edificio de telefónica y ahí no es. Qué pensaría Arturo Barea si entrara ahora en su edificio viendo este despliegue de tecnología. Nos informan que hay que ir a Fuencarral, justo dando la vuelta a la esquina.  Allí pasamos el detector de metales y subimos en un ascensor enorme y bien iluminado. Está lleno de gente y en el centro veo a Elvira Lindo. Cruzo una mirada con ella. Me hubiera acercado a mostrarle mi admiración como escritora pero sé que no lo haré. No sé cómo hacerle ver a Yolanda que la tiene a la espalda. Se abren las puertas y me acerco al oído para decírselo. “Ya lo sé, la he visto”. No sé cómo pero la ha visto.
  La sala es un semicírculo a modo de anfiteatro romano pero más pequeño y con un poco más repertorio tecnológico: iluminación perfecta, pantallas, dos mujeres turnándose en el lenguaje para sordos. Solo quedan algunos sitios en los extremos y allí nos sentamos. Contemplamos a la gente. Yolanda me dice que hay una mujer cerca que cree que es una actriz. Debe tener unos sesenta y tantos. No me suena de nada. La busca en internet porque creía recordar el nombre y ¡acierta! ¿Cómo se llama? No lo recuerdo. La admiro un poco más, a Yolanda. Es un radar. “Esa es su hija”, “ese es su hijo”, “esa debe ser la de la editorial”.
  Aparece el anfitrión con un retraso de doce minutos. A su lado hay una periodista muy joven que va a ser la que dialogue con él. Podría saber su nombre pero me da pereza. Ella comienza a hablar sin presentarse. Pero antes Javier Cámara, que debe ser bastante amigo de ambos, de Elvira y de Antonio, lee un párrafo del libro. Justo el párrafo que leí el día que lo compré: una sucesión literal de noticias sacadas de los periódicos y que juntas adquieren una fuerza brutal: vaya mierda de mundo tenemos.
  Resumen más o menos de lo dicho por Antonio: La ciudad es para recorrerla a pie, la mejor forma de conocimiento, a la altura de los fotógrafos. Une versos, frases y titulares y el conjunto forma algo nuevo con mucha fuerza. Nos parece normal que en este país la gente pueda caminar libremente por la calle sin miedo o dificultad  pero eso no existe en otras ciudades. Antes Yolanda y yo coincidimos en pensar que el centro de las ciudades modernas está siendo despojado a las clases humildes y trabajadoras para cederlo al poder del dinero. Luego, en la charla, Antoniomm viene a decir lo mismo. Hace una divagación bastante divertida sobre el lenguaje de la publicidad: seducción, nos hacen creer que hay un equipo humano, bondadoso y desinteresado que nos ayuda en todo, que nos mima. “Te mereces todo”, “Donde tus fantasías se hacen realidad”, “Vive todas tus vidas”.
  Cuenta una anécdota en la que el público ríe. Dice que una vez vio a una mujer muy atractiva en el metro. Iba ésta leyendo y quiso saber qué leía. Vio que era un libro de Paulo Coelho y dice que toda la impresión positiva que hasta entonces había tenido se le había venido abajo. Se oyen algunas carcajadas pero en el fondo no tiene mucha gracia. Por lo menos, pensé, la chica no iba jugando al tetris o al crashpi o como se llame, como van muchos y muchas en los transportes públicos.
  Ahora presiento que el libro me va a gustar más de lo que creía porque tiene eso que me gusta tanto de los diarios: frescura, ideas que quizá  no entrarían en una novela, chispazos de inspiración, noticias o conversaciones al vuelo. Como hace de alguna manera Trapiello. Son seres capaces de salir a la calle y cazar instantes que luego saben llevar con arte al papel. Confiesa Anotiomm que ya tenía en fase de corrección una novela pero que esta manía de anotar en papelitos infinidad de cosas, ese ir pegando cosas de aquí y de allá le hicieron postergar su edición. Vamos, que se ha vuelto un maníaco cosista.
  A Antoniomm le he visto algo desmejorado. Llevaba un pantalón beis que le caía realmente mal, como esos gordos que de pronto adelgazan veinte kilos y no les ha dado tiempo a comprar ropa nueva. Las piernas –para lo que dice caminar- sin tono muscular y los andares cansinos de alguien mayor. A Elvira la hemos visto mejor pero no mucho mejor. La última vez que la vi en vivo, en la Juan March hará cuatro años, estaba más lozana pero, para mí, sigue teniendo su atractivo.
  Javier Cámara vuelve a declamar algunos párrafos. Esta vez demoledores sobre la muerte de Lorca; sobre los detalles concretos que hubieron de acaecer aquella noche en que lo mataron. Es una prosa atravesada por una poesía fúnebre, una poesía que nos grita la muerte de un ser inocente, el peor crimen, como si nos llevaran con él a culatazos hasta el pelotón de fusilamiento.
  Cuando acaba, algo más de una hora, Yolanda me dice si esperaremos la fila que ya se ha formado para las dedicatorias. No merece la pena. Siempre he pensado que hay muy pocas cosas en la vida que merezcan un buen rato de espera en una cola.
  Nos vamos a tomar unos vinos a un bar gaditano que hay cerca de la Plaza de Santo domingo. Yolanda, menuda, pizpireta, fijándose en todo, sortea a la gente como una esquiadora de eslalon. A mí, que también voy siempre caminando muy deprisa, me cuesta seguirle el ritmo. Pasamos por la Central porque quiere, tiene el impulso, de comprar el Walden de Thoreau. ¿Qué le puedo contar del libro que leí hace unos pocos de años? Apenas que fuera un tío muy inteligente que se fue al bosque a vivir solo a una cabaña a fundirse con la naturaleza y que estaba un poco hasta la coronilla de la sociedad y de los políticos. Es difícil contar un libro mientras va uno con la lengua fuera persiguiendo a una mujer debajo de una fina lluvia a lo Blad Runner. Es más la buena o mala sensación que nos causa su lectura. Esta frase que leo ahora en la tranquilidad de mi buhardilla la subrayé en mi ejemplar:
“Creo que es saludable estar solo la mayor parte del tiempo. La compañía, incluso la mejor, se hace pronto cansina y nociva. Me encanta estar solo. No he encontrado un compañero que me acompañe mejor que la soledad. Normalmente estamos más solos cuando nos reunimos con los demás que cuando  permanecemos en casa”.
  En el bar restaurante charlamos de muchos temas. A los que nos gusta leer tenemos, creo yo, una mayor facilidad para sentirnos bien aunque estemos solos. Tengo amigos a los que les cuesta hacer algo si no es en compañía. A Yolanda y a mí, coincidimos, nos gusta pasear solos, correr solos o ir al cine, solos.
  Pedimos unas berenjenas, una ensaladilla rusa y unas croquetas de camarones de lo más potente. Hay gente para ser un martes. Las berenjenas están cortaditas en rodajas muy finas y fritas con miel de caña. En las paredes más de tres mil botellas nos contemplan. Nos contamos un poco la vida como se la cuentan personas que apenas se conocen: con verdadero interés. En casa muchas veces hemos comentado que hablamos, decimos cosas, y no nos escuchan. La fuerza de la familia, de la costumbre. También que estas cosas, como salir una tarde a escuchar una presentación de un libro de un autor que nos gusta, es una manera de romper la rutina en la que estamos metidos todos; aunque nos guste nuestra vida y estemos con las personas más importantes de nuestra vida. Los días se parecen tanto unos a otros que se hacen como paquetes de tiempo que se nos escapa entre los dedos. Cuando uno viaja –Yolanda ha viajado mucho- es como si se rompiera ese paquete y se dijera: “salí de casa hace tres o cuatro días y parece que llevamos fuera tres meses”.
  Después de una tarde tan agradable nos fuimos hasta el metro de Callao, nos abrazamos encantados de habernos conocido, con el deseo de que próximamente, y con otros coblogueros que se apunten, hacer una quedada con cualquier motivo, por ejemplo el día que vaya Antonio a firmar libros a la feria del libro, y cómo no, tomarnos unas cañas. 
  Una tarde inolvidable de verdad. El libro de Antonio lo empezaré a leer cuando acabe las apenas cien páginas que me quedan de Trapiello. No da la vida para tanto.

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