miércoles, 31 de enero de 2018

LOS BUDDEMBROOK. THOMAS MANN.





  Tres son las escenas de esta novela que acabarán en mi recuerdo para siempre. La primera, en la mitad del libro aproximadamente, es la agonía de la Consulesa, la madre de Thomas, el hijo que se hará cargo de las riendas cuando muere su padre. Es tan auténtica, tan vívida, tan trágica y a la vez tan cómica que estuve un buen rato carcajeándome en esos raros y deliciosos momentos en los que uno se sumerge absolutamente en una obra de ficción. La mujer se ahoga enferma de un enfisema o una neumonía. Se agita, los hijos, las visitas se suceden. Está el párroco. De pronto aparece Christian, el hijo tarambana, inestable, enfermizo. Pasa un rato con la madre y sale enseguida de la habitación. “¡No puedo más!” dice. Esa frase dicha en ese contexto hace que no pueda evitar reírme. La escena tiene una fuerza tremenda.
  Thomas Mann, parece mentira, escribió esta novela a los veinticinco años, y por ella ganó el premio Nobel. Cuando uno la lee puede imaginar que lee a un clásico del siglo XIX, un Sthendal o un Tolstoi o un Flaubert, por decir solo unos cuantos. Es decir, tiene el sabor de la auténtica literatura entendida como una sucesión de narrativa lineal, efectiva, hilvanada, atractiva de leer, en nada experimental, donde el lector se abandona a una historia, en apariencia donde pasan pocas cosas, es decir, como en la vida real.
  La segunda escena es una visita de Thomas Buddembrook al dentista. El dolor, la aprensión, la escena que nos cuenta la podría haber escrito yo punto por punto. Pero, claro, sin ser un genio como él. No podía detener la carcajada viendo los sufrimientos del pobre a manos de un dentista sin tonterías y ¡sin anestesia! O tan solo una anestesia rudimentaria y para nada efectiva. El final de este personaje principal es totalmente inesperado, como en las buenas series actuales de televisión, genial.
  Y la tercera es un día en el colegio de Hanno Buudembrook, el hijo pequeño, el benjamín, el enfermizo niño pequeño, sentimental, frágil. Se describe una escena en el colegio. El niño no se sabe la lección pero por un hecho casual sale bien parado, sale airoso y con un aprobado. Pero todo es engañoso, el profe lo pilla y se describen sufrimientos sublimes, infiernos en la vida cotidiana de lo que debían ser esos colegios en los años sesenta del siglo XIX.
  El libro detalla con todo lujo de detalles, nunca mejor dicho, la decadencia de una familia en la Alemania de la segunda mitad del XIX. La familia se dedica al comercio de cereales y a la influencia política. Son respetados y consiguen beneficios económicos y sociales. Se suceden las grandes comilonas, los bailes, los vinos y los manjares, los matrimonios y los nacimientos. Cada uno de ellos es un paso a la decadencia. Malas decisiones, dotes desperdiciadas, infelicidad hasta la amargura y por fin la muerte que todo lo limpia sin dejar ni rastro. No hacer caso a la recomendación que se cita en varias ocasiones: “Hijo mío, atiende con placer tus negocios durante el día, pero emprende sólo los que te permitan dormir tranquilo durante la noche”. O cuando el protagonista recuerda un refrán turco: “Cuando uno acaba de construir su casa, le llega la muerte”.
  Una novela que he de confesar me daba respeto acometer porque tiene casi novecientas páginas y la verdad es que el comienzo, las primeras páginas, ya tratan de una de estas celebraciones. Pero enseguida uno va sintiendo a cada uno de los personajes como uno de la familia, donde se piensa en ellos al acostarse o al levantarse por la mañana y con los que pasa un buen rato o un mal cada día, exactamente igual que la familia natural de uno.
  Muy buena novela que está ya entre las top ten de los grandes ocho miles leídos a lo largo de los años: Ana Karenina, Guerra y Paz, Los Miserables, Madame Bovary o La Regenta. Grande Thomas Mann. Viva Thomas Mann.
    15 euros en la feria del libro antiguo y de ocasión. 884 páginas. Editorial Edhasa. Inolvidable.

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