Hace unos meses leí un libro de
los que yo llamo “seminal”, es decir, libros que te hacen llegar a otros
libros. Es el caso de “Librerías”, de Jorge Carrión. En este libro de Carrión se
habla de librerías por el mundo, de su arquitectura, de las dimensiones, decoración, de la calidez
de sus estanterías, de los dueños, de las ciudades que habitan, etc. Pero
también, claro, se habla de libros. En una de las referencias leí una frase que
me llamó la atención: Nunca había oído hablar ni del autor ni del libro pero
Carrión dijo de éste que era el libro de viajes que más le había gustado. Y
Carrión es un hombre que ha leído mucho. Así es que un día me acerqué a una
librería de viajes en Madrid –y de montañismo-, Desnivel, y me lo compré: solo
había un ejemplar. Lo comencé a leer ayer y…, cómo decirlo, se va a convertir
posiblemente en uno de los mejores que he leído en mi vida. “Es uno de los
mejores libros de viajes que he leído y la antítesis del relato de Chatwin. A
su fragmentación, Bridges le opone unidad”.
Lucas Bridges, inglés pero nacido ya en Ushuaia, solo escribió este
libro: El último confín de la Tierra. Y está escrito, muy bien escrito, en un
lenguaje lleno de datos, de anécdotas, de información sobre vidas entregadas,
sacrificadas y a la vez felices dentro de la dificultad. Estamos hablando de
finales del siglo XIX –el autor nace en 1874 pero narra, a través de los
diarios de su padre, años anteriores- en una zona de la tierra donde no había
médicos ni medicinas ni electricidad ni nada que no fuera la más pura
supervivencia en un clima perro como pocos hay en el mundo. Sólo cabe señalar
que está cerca, relativamente, de Las Malvinas. Aprendieron el idioma de los
indígenas y llevaron no solo la palabra de Dios sino las herramientas para
desarrollar la agricultura, la ganadería y la construcción de casas. Una
maravilla. Gracias Carrión.
Hablando de los buscadores de oro que sufrían naufragios me acordé de
los soldados de Cortés hundiéndose en los terrenos inundados del imperio
azteca: “Estos infortunados deben de haberse hundido como piedras; es probable
que cada uno llevara cosidos a sus ropas más de cinco kilos de peso en oro”. Y
cómo no recordar en algunos pasajes al gran London: “Al sorprenderlo la noche
en el camino, empapado y hambriento, gastó su último fósforo en encender un
fuego, y después de poner sus botas a secar, se había echado a dormir. A la
mañana siguiente, al intentar ponerse las botas le fue imposible hacerlo, pues
el cuero estaba completamente tostado”. O a Melville: “La ballena es una masa
tan inmensa de sangre caliente que, mucho antes de enfriarse, ya está podrida.
Hasta el aceite queda fuertemente impregnado de un olor desagradable”. En fin,
un libro intenso, de muchas páginas de letra abigarrada pero que se ha leído
con sumo placer.
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