lunes, 1 de enero de 2018

EL JARDIN DE LA CASA DE MI MADRE. MIGUEL ANGEL MOYA.




  Este autor de este libro de poesía es, fue, un cobloguero –qué palabra fea- en la web de Antonio Muñoz Molina. Falleció a finales de año en Mallorca, donde residía, de un tumor cerebral. No lo conocí en persona pero sí que intercambiamos comentarios en torno a literatura, viajes y la maravillosa isla donde vivió y murió.
  Si tuviera que poner un adjetivo a esta persona que acaba de dejarnos es el de bondadoso. Era un hombre bueno que era dolorosamente consciente de lo que dejaba atrás: sus hijas, sus pasiones, su vida. Este libro de poesía habla del jardín de su madre, sí, pero también de la vida, de las cosas íntimas y opr las que merece la pena vivir. Del prólogo de Antonio Muñoz Molina (Carlos Gallego, otro asiduo, le envió el borrador al académico para que le dedicara unas palabras) “EL poema es el Jardín donde ese viajero encuentra una sombra fresca y un caudal de agua”. “Desde el primer verso del primer poema escucho una voz humana tan verdadera que me parece que me habla al oído, con su metal único, con ese misterio de la identidad que está en la voz más incluso que en el rostro”. “La gratitud por la belleza del mundo” quizá la esencia de estos poemas… “y por la presencia de los seres queridos y los lugares que son como los santuarios de los muertos es inseparable de la melancolía que provoca el pensamiento inevitable de la desaparición”.
  Para qué pensar en las palabras que lo describan si ya lo hace impecable Don Antonio.
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Las fotografías interrumpen la vida durante un instante que se aleja
con una verdad que hay que desvelar mucho después, buscando la memoria.
Mis hijas, sentadas sobre la baranda de piedra del espolón, de espaldas
a la llanura que llega hasta el mar, más allá de las montañas, en una imagen
que se renueva cada día, fugazmente, en la parte alta de mi escritorio.
El retrato de Silvia, con sus ojos que brillan abriéndose al mundo,
lejano aún, más allá de su alcance, la curva delicada del cuello del jersey
sobre su piel suave, y su voz como una música querida que escucho aún
llamando a Irene, que está en algún lugar de la casa, con su pelo recogido en
 dos coletas,
tan alegre que su alegría no se va a agotar nunca, bien lo sé, ahora que saboreo
esa luz
que quiero más que cualquier deseo no explorado a cuya sombra acudo para
refugiarme
de las inclemencias y de la ofuscación que siento en algunos atardeceres.

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