jueves, 24 de agosto de 2017

JULIAN BARNES. NIVELES DE VIDA.




  Desde que leo a Barnes, hace muchos años, el autor británico ha ido decantando su escritura a lo esencial. Sus libros son cada vez más estrujados, más exactos. La primera lectura fue aquel lejano y magistral “El loro de Flaubert”, y siguieron “Hablando del asunto”, “El sentido de un final”, “El ruido del tiempo” (la última suya y la penúltima que he leído de él) y ésta, de la que esperaba su edición de bolsillo, la colección de Compactos de Anagrama que tanto me gusta.
  Me gusta también esa capacidad suya para relatar un hecho absolutamente privado, sentimental, doloroso, con hechos literarios puros, o de datos históricos siempre interesantes.
  Los primeros capítulos tratan sobre el intento inicial del hombre por alcanzar los cielos. Ícaro y esas cosas de los mitos sumadas a los primeros estropicios en el intento del hombre por dominar los cielos, seguido de la conquista verdadera con sus éxitos y fracasos: “Creo que a todo el mundo le sorprendió que hubiéramos viajado 386.000 kilómetros para ver la luna cuando era la Tierra lo que en realidad valía la pena contemplar” General Anders 1968. Globos aerostáticos, fotografía aérea mezcladas con una verdadera historia de amor: El coronel Fred Burnaby con la actriz Sara Bernhardt. Y luego, al final –el libro se lee en dos tardes- llega la narración por la cual me decidí a comprar y leer este libro: La muerte de su esposa.
  Los datos históricos, los delirios colectivos: “Tras la batalla de Abu Klea hubo hordas inmensas de árabes muertos que por necesidad, quedaron insepultos. Pero fueron examinados. Todos tenían alrededor del brazo una banda de cuero que contenía una oración compuesta por el Mahdi en la que prometía a sus soldados que convertiría en agua las balas de los ingleses”. La gente se cree cualquier cosa.
  Y luego esas imágenes certeras sobre la pérdida de su esposa. “Casi todas las noches, cuando salía del hospital, me sorprendía mirando con rencor a los pasajeros de un autobús que simplemente volvían a su casa al final de la jornada. ¿Cómo podían estar allí sentados ociosamente, ignorantes, con aquel perfil de indiferencia, cuando el mundo estaba a punto de cambiar?”.
  “Y si me gustaba hacer cosas solo, era en parte por el placer de contarle a ella lo que había hecho”. ¿No recuerda crudamente lo que decía Savater en aquel doloroso artículo de nostalgia hacia su mujer fallecida?
  “Dicen que pensar en el suicidio reduce el riesgo de suicidarse. No sé si es verdad: a algunos debe de ayudarles a elaborar su plan. Así que supuestamente pensar en ello es un arma de doble filo”. Estoy de acuerdo. Me gusta Barnes.
 

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