Es curioso por dónde nos llevan los
encuentros con personas inesperadas: esas “redes de afinidades que se tejen”.
Hará un par de semanas, en el intermedio de las clases de salsa y bachata, me
arrimé a la barra a pedir una cerveza. A mi lado estaba un hombre algo mayor
que yo al que nunca había visto, amigo de una conocida. Tomaba una copa, se
acercó y me dijo que lo que hacíamos, bailar y cantar ruedas cubanas, le
parecía algo dificilísimo. Le contesté que todo era cuestión de práctica y de
que se disfrutara mucho con lo que hacías. Le pregunté de dónde venía ese
acento y me contestó que no era español aunque llevaba quince años en Madrid.
Con el vapor del alcohol nos soltamos y nos contamos un poco la vida. Al poco
me confesó que era componente de la Orquesta Sinfónica de Madrid. ¡Músico! ¡Y
me decía a mí que bailar era difícil! Al despedirnos, también con grandes
abrazos, le dije que si alguna vez estaba en su mano estaría bien que me
consiguiera unas entradas. Y ese día fue antes de ayer, miércoles 24 de mayo de
2017. Día que será difícil de olvidar. Edward Elgar. Nunca había entrado en el
Auditorio Nacional y me quedé impresionado. Más con los primeros compases: el
hombre, pensaba, es un ser capaz de lo peor y lo mejor. Ahí delante un gran
puñado de hombres y mujeres llenos de talento coordinados en una actividad
complejísima, sonando al unísono y produciendo una emoción en los que escuchan.
Después nos fuimos a tomar unas cervezas y me
confesó que ya no disfrutaba de la música, de los ensayos eternos, de los
viajes, de obras nuevas en las que hay que estudiar, del cansancio después de
tantos años, infinitamente cansado de “tanto soplar”. Que él lo que quiere ya
es retirarse e irse a vivir a un sitio cerca del mar y salir con una barquita
de pesca. Me contó que se había quedado viudo hacía pocos años. Había tristeza
en sus ojos cuando nos despedimos.
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