domingo, 28 de febrero de 2016

Una araña. Febrero del dieciséis.




 Ayer me llamó al móvil mi hija de trece años. Estaba verdaderamente alterada. Intenté tranquilizarla preguntando qué le pasaba. “Papá, hay una araña en la puerta de casa ¡Es gigante!”. Le dije que no pasaba nada, que tan solo tenía que quitarse el zapato, aplastarla y entrar tranquilamente como todos los días. Hay que decir que, de los cuatro, es la primera en llegar. “¡Qué asco! ¡Papá, no pienso entrar hasta que vengas!”. Le dije que no tardaría más de quince minutos. Cuando llegué estaba esperando en los escalones de la entrada como había dicho y, efectivamente, la araña estaba allí, justo en la línea que une la puerta y el marco. Con la misma llave de abrir la derribé al suelo y la aplasté con el pie. Creo que murió en ese mismo instante; o al menos eso creí porque se suelen hacer una bolita y son, al parecer, bastante resistentes, sobre todo porque no cayó al suelo sino al felpudo. El caso es que siempre he pensado que cada vez que mato una araña, ella o alguna congénere, se venga de mí. Ayer por la noche, cuando me acosté tenía un ronchón en el empeine del pie derecho del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos. Deben oler algo y me persiguen sin descansar hasta que consiguen clavarme alguna parte de su repúgnate boca. El mundo sería un lugar mucho más terrorífico si nos situáramos a la altura del tamaño de dichas criaturas.
  De todo esto tenía mis dudas hasta esta tarde, en que estaba leyendo las Greguerías de Gómez de la Serna y me he encontrado con ésta: “Guillotinamos al gusano de tal manera que un día se vengará”. Ahora estoy seguro: tanto las moscas como los mosquitos, como las arañas, se vengan de un servidor.

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