A veces, en realidad muchas veces, una
película se utiliza para darle un empujón a las ventas de un determinado libro.
Es lo ocurrido con Carrington, la película de Christopher Hampton estrenada en
1995. Enseguida se publicó aquí en España la biografía escrita por Holroyd en
la que se basó la película. En realidad es la biografía de Strachey, pero al
parecer a los editores les pareció que tendría más tirón la figura de ella que
la de él; de ahí el título engañoso.
Está traducida por el
inagotable (hasta que se murió, el pobre) Miguel Martínez-Lage.
Este es uno de los ejemplares que compré en
la deliciosa playa de Suances el verano pasado. Un puesto de veinte metros
lineales lleno de cajones repletos de libros de saldo. Cada vez que fui a la
playa rebusqué en las profundidades y pude hacerme con algunas joyitas. Entre
ellas, esta estupenda biografía al estilo anglosajón. Que es como decir del
mejor estilo. Por tan solo cinco nutrientes euros.
La figura de Lytton Strachey está llena de
elementos, podríamos decir, literarios. Vamos, que se le puede sacar bastante
partido al intento de convertirla, a su figura, en un artefacto literario. Era
un ser que podría estar callado una cantidad de tiempo poco razonable y sin
embargo establecer a su alrededor el máximo interés entre sus acompañantes. Lo
que más le gustaba era leer y lo segundo era leer a los demás lo que escribía,
o lo que le gustaba haber leído. Era inteligente, estrafalario, divertido a su
manera, aunque podía convertirse en un ser desagradable con quien no era de su
agrado.
“A menudo entro en la intimidad de Lytton
cuando hablamos de libros. Es entusiasta, despoja su mente de todo rebozo, su
atención es sumamente vivaz, siempre y cuando se trate de los libros. Cuando se
trata del amor, es mucho más críptico”. Virginia Woolf.
Era alto, un poco desgarbado, de manos
interminables, finas; lucía una barba a lo Valle-Inclán y estaba poco dotado
para el esfuerzo físico. Por lo demás era homosexual pero con una peculiaridad:
a pesar de que tuvo amantes estables, su relación más duradera, más amorosa,
más interesante, la tuvo con Dora Carrington; una mujer brillante, interesante
pintora, bisexual a la que en realidad le interesaba poco el sexo.
Fue escritor de biografías, sobre todo la de
la Reina Victoria y el conjunto de “Victorianos eminentes”. Claro, me han dado
unas ganas locas de hacerme con este libro, sobre todo al referido al General
Gordon. No se hizo millonario pero vendió una buena cantidad de miles de
ejemplares, lo que le sirvió para vivir cómodamente.
Me ha recordado un poco a la persona de Oscar
Wilde; hasta en la anécdota del idioma inglés. Es sabido que el autor del
Retrato de Dorian Grey, efectuó unas declaraciones al respecto de lo que diferenciaba
a los ingleses de los estadounidenses: “El idioma, por supuesto”.
“Sopesó la idea de un libro sobre George
Washington, aunque le disuadió la perspectiva de tener que aprender esa lengua
incomprensible y bastante insufrible por cierto, el norteamericano´”.
Hizo suya la sentencia de W.G. Ward:
Cuando me entero de que a tal hombre se le
tiene por juicioso, sospecho de él; si en cambio se le llama juicioso y
venerable, ya sé que es una sabandija. Del mismo modo, cuando oigo que a tal o
cual persona se le tiene por “victoriana” sospecho de ella. Pero si oigo que se
le llama “victoriano eminente”, escribo su vida.
Murió en 1932, con cincuenta y un años,
víctima de problemas intestinales. Creyeron que debido a fiebres tifoideas. En
aquella época la medicina estaba aún en
pañales. En realidad, se descubrió luego en la autopsia, tenía un carcinoma de
estómago.
Para Carrington simplemente la vida era inconcebible
sin él. Semanas después se pegó un tiro de escopeta haciéndolo tan mal que le
costó una buena cantidad de horas de agonía.
Un apunte sobre una carta que Lytton Strachey
envía a un amigo:
Generalización nº 1: El secreto de la felicidad está en no querer ni mucho ni poco.
Generalización nº 2: Nadie puede dominar este
secreto hasta que no cumpla los 39.
El libro tiene pasajes divertidos, en
especial el referido a su viaje a España, a Yengen, junto a Dora para visitar
al amigo de ambos, mi querido Gerald Brenan. “El traslado del gran autor hasta
mi refugio de montaña comenzó a adquirir cada vez con más claridad las
proporciones de una dificilísima operación militar”.
Carrington: “Dios mío. Nunca me alegré tanto
de llegar a un sitio como al llegar a la casa de Gerald aquella noche”.
Este podría ser el gran broche de oro a las
magníficas vacaciones en el norte: la lectura de una gran biografía.
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