viernes, 26 de febrero de 2016

WILLIAM H. HUDSON. EL OMBÚ.




  Borges decía que La Tierra Púrpura, de este autor, era “la novela primordial del criollismo” y que era “uno de los pocos libros felices que hay sobre la tierra”.  Y no sé si tendrá razón pero leyendo El Ombú uno puede llegar a respirar el aire frío de la Pampa, apreciar las distancias enormes, lisas como una sartén; escuchar el canto de pájaros extraños en frías madrugadas, el olor a grasa y a humo cuando atardece y cuando la sensación de soledad es más dolorosa. Puede uno ver a lo lejos el Ombú, que es en definitiva un árbol imponente y solitario que acaso no debería estar allí y que sin embargo ofrece una sombra salvadora a los viajeros en los días rabiosos de sol, en un mundo en que los seres humanos están alejados unos de otros.
  El Ombú es uno de los libros de cuentos escritos por este originario de Los Estados Unidos y que en 1874 se instaló definitivamente en Inglaterra de donde no salió jamás. Todos están ambientados en esta zona de Argentina. En algunos salen, como trasplantados, los indios salvajes que hemos visto en cien películas de vaqueros. Y es que en Argentina también tuvieron su oeste salvaje.
  De este autor leeré, más temprano que tarde, su obra autobiográfica Allá lejos y hace tiempo.
  En los cuentos de Hudson la gente se va lejos y por mucho tiempo, dejando a otros atrás.
  “Apreciaré la pobreza en que vivo y seguirá lo que deje a mi hijo como preciosa herencia cuando muera, porque en la pobreza está la paz”. Y donde la tierra es tan dura que apenas pueden enterrar a los muertos:

“Nuestro pobre compañero murió esa noche y nosotros juntamos numerosas piedras y las apilamos sobre su cuerpo para que los zorros y los caranchos no lo pudieran devorar”.

  Una tierra donde las leyes de la justicia y las de la moral apenas existen: “En el ejército, amigo, acostumbramos a decir que nada de lo que hacemos está mal, porque la responsabilidad de nuestros actos recae sobre nuestros superiores; así que la más bárbara de nuestras acciones no es mayor pecado que el derramar la sangre del ganado que carneamos, o la de los indios que no son cristianos, y que por lo tanto, a los ojos de Dios no pueden ser tenidos en cuenta: es lo mismo que si fueran ganado”.
  El esfuerzo de los misioneros por humanizarlos: “Cuenta de qué manera se trataba de impresionar a los chiriguanos sobre el peligro que corrían al rechazar el bautismo, describiéndoles su vida futura, condenados al fuego eterno del infierno. A esto respondían que aquello no les inquietaba, si no que, por el contrario, les satisfacía mucho saber que las llamas futuras no se apagarían nunca, pues eso les ahorraría infinitas molestias, y que si llegasen a encontrar fuego demasiado intenso, ellos se alejarían a una distancia adecuada. ¡Tan difícil era para sus mentes paganas comprender las solemnes doctrinas de nuestra fe!”. Y ¡tan preclaras! Añadiría yo.
  De este párrafo es “Marta Riquelme”, quizá el más logrado de todos los cuentos. Trata de un jesuita al que acabados sus estudios es enviado a Jujuy, una región apartada, emparedada en las grandes alturas de Los Andes. Allí no hace más que sufrir y encima enamorándose de una muchacha. Un cuento hermoso y desesperanzado como el viaje a través de una pesadilla de la que no pudieras despertar.

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