lunes, 6 de julio de 2015

EL RELOJ. CARLO LEVI.




    

 Este es el forro que he utilizado para proteger el libro durante el tiempo que ha durado la lectura: una bolsa de la feria del libro de Madrid de este año que me ha gustado especialmente. Se ve a una mujer muy sonriente, atravesada por la emoción de la lectura de un libro. 


   Tanto me gustó de Carlo Levi “Cristo se detuvo en Éboli”, la novela que leí de este escritor - aunque más que novela es una autobiografía de una época particular de su vida- que me compré este libro titulado El Reloj que he leído estos días. Está ambientado en Roma en los años cincuenta, cuando al autor le ofrecieron dirigir un periódico después de la guerra, Italia Libera. En uno de sus primeros capítulos el autor dialoga con un amigo sobre la percepción que tenemos del paso del tiempo según somos más jóvenes o más viejos.
“¡Qué largos, sin fin, eran los días de la infancia! Una hora era un universo, una época entera, que un simple juego llenaba, como diez dinastías”.
  “Aquel tiempo era en verdad larguísimo, detenido, lleno de cosas, de todas las cosas del mundo, y, en cierto modo, casi eterno, como el Paraíso Terrenal, que es a un tiempo un mito de la infancia y de la eternidad, pero después el tiempo se acorta, lentamente al principio, en los años de la juventud y después cada vez más aprisa, una vez pasado el cabo de los treinta años que cierra el vasto océano sin orillas de la edad madura. Las acciones se suceden unas a otras, los días huyen, uno tras otro, y no hay tiempo para mirarlos, numerarlos, verlos casi, cuando ya se han esfumado y han dejado en nuestras manos un puñado de cenizas. Quién nos ha expulsado del paraíso? ¿Qué pecado y qué ángel? ¿Quién nos ha obligado a correr así, sin descanso, como los ajetreados transeúntes de una acera de Manhattan? ¿O tal vez es el propio tiempo objetivo, que, siguiendo una curva matemática propia, se acorta progresivamente, hasta reducirse a nada, en el día de la muerte?”.
  El libro continúa en una serie de capítulos dedicados a los diferentes personajes que va encontrando en la redacción. Periodistas de izquierdas y de derechas, pero todos iguales de precarios en aquellos años de postguerra. Mujeres abandonadas a su suerte en viviendas más que precarias y rodeadas de ratas. Hay unas descripciones de estos roedores, aprovechando una visita, se supone que de inspección, en las que se pueden ver a las ratas deambular a cientos entre la porquería y los deshechos, niños en cueros y mujeres jóvenes envejecidas por la pobreza.
  En un momento del libro al narrador le envían un telegrama anunciándole la grave enfermedad de un tío suyo: Luca, un psiquiatra y naturalista que vive en Nápoles. Muy divertidas sus peripecias de este viaje en un coche tartana en el que viaja con otros pasajeros, y en el que son objeto de ataques de bandoleros, varios pinchazos y demás desventuras. Cuando pudo llegar, el tío ya había muerto. Y entonces cuenta uno de los recuerdos, una de las anécdotas más encantadoras del libro: Recuerda que cuando era un niño de cinco o seis años su madre solía llevarlo a menudo a casa de este tío suyo. Lo dejaban en un gran salón solo y con la advertencia de que no tocara nada. Se aburría mortalmente. Un día, una sirvienta, de parte de su tío, le dejó una caja de lápices de colores. Fue algo mágico para él. Empezó a pintar en un papel en blanco y le maravilló poder plasmar líneas de colores entrelazándose unas con otras. Tanto empeño puso que rompió un lápiz por la mitad. Le entró un terror tan grande, pensando que eran unos lápices prestados, que comenzó a sollozar: así lo encontró el tío. Cuando Levi se lo dijo, éste, lejos de enfadarse, le acarició el pelo y le dijo que podía quedarse con todas las pinturas. Ese día conoció el arte –llegó a ser también un reputado pintor- y la bondad.
  Lástima que no haya más libros suyos traducidos al español, que yo sepa.

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