Me dispongo, nos disponemos, rondando los
cuarenta grados, a emprender viaje a las tierras socarradas del ingenioso
hidalgo Don Quijote. Comeremos quebrantos y unas tablas de quesos prometidas
por el amable dueño de la casa donde vamos. Urda, Consuegra, Villafranca de los
Caballeros…; visitaremos molinos, castillos y lagunas de patos. Y por las
noches bailaremos y nos disfrazaremos con un puntito bueno de cervezas y de
ginebras. ¿Por qué? Hay muchos motivos.
Hay tantos y tan buenos que uno siempre tiene la mosca detrás de la oreja
pensando si no será todo esto el preludio de alguna tormenta. Bueno, mejor que
se quede tan solo, si quiere, en un aguacero refrescante de verano.
26 de junio de 2015. Es un prodigio esto de
los adelantos técnicos. Ahora con el teléfono, introduces el destino, eliges la
ruta, es decir las posibles vías para ir, y te dice el tiempo exacto que se
tardará en llegar. Así lo hago a las doce en punto de la mañana después de
cargar una cantidad de equipaje desproporcionado. Los bultos de tres mujeres
pasando un fin de semana fuera pueden ser tan voluminosos como el de una
expedición al África oriental de los grandes exploradores. La idea era llegar a
la una y media para el aperitivo porque, efectivamente, el teléfono marcaba esa
hora para la llegada. Carretera de Toledo con poco tráfico, al llegar a las
inmediaciones de la ciudad, cuyos edificios y monumentos se pueden contemplar
bastante cercanos, nos desviamos hacia la C-42, la vía llamada de los viñedos.
Una autopista poco transitada y agradable. Enseguida vemos a lo lejos el monte
perfecto del castillo de Almonacid con las ruinas del aspecto de una muela
cariada. Los kilómetros pasan rápido y enseguida vemos el desvío de Consuegra.
Una carretera de Castilla, de doble sentido, solitaria, con apenas un coche
antiguo de vez en cuando. Todo reverbera derretido por el calor. Lomas resecas
con olivos y viñedos. Algunas figuras humanas trabajando en el campo. Tengo
ganas de llegar y tomar la primera cerveza fresca. Ya están instalados los
primeros y nos reciben con una lata de Mahou bien fresquita. Me dicen que
Ángel, el dueño del complejo, está en la huerta cogiendo verduras. Me acerco y
lo saludo. Es un hombre flaco, renegrido de haber estado mucho a la intemperie,
de mirada limpia enmarcada en unas gafas ligeras. Se mueve despacio, sin
prisas, y habla pausado, mirando a los ojos, sonriendo. Enseguida alrededor de
él se crea un ambiente de tranquilidad y confianza. Podría pasar por un
marroquí de los que acostumbran recoger verduras o hachís en las tierras
ardientes del Rif. Pero no, él habla como uno de Toledo, con algunos “me se”
pero con una gran sabiduría de la vida.
No queda más remedio que estar un rato en la
piscina antes de comer. El calor machaca tanto que es imposible pisar el suelo
sin calzarse las chanclas.
Como nos había prometido, ha hecho un pote,
un guiso de patatas con carne de cordero. La ha tenido, nos confiesa, toda la
mañana al fuego, un fuego de leña. Mi padre no quería pero le da a probar y
repite dos veces. El caldo ha absorbido la grasa de la carne y de las especies y,
a pesar del calor, es muy agradable de comer. También nos pone unas cuantas
ensaladas de tomate con mucho comino, con pimientos y calabacines cogidos de su
huerta.
Es imposible plantearse ninguna excursión por
la tarde; el sol cae a plomo en las lomas resecas y polvorientas de los
alrededores. Mi hermano y yo vamos en coche al pueblo que está a dos minutos
para comprar bebidas y cosas para picar para la celebración del cumple de los
peques que será el sábado noche. Hay algunas personas sentadas tomando algún
refresco. ¿Qué se puede hacer en un pueblo como ese? Observo alguna ruta para
caminar después de las comilonas que nos esperan. No se ve nada. Sembrados y
caminos que conducen a explotaciones agrarias o a talleres de coches. Compramos
las cosas y enseguida llegamos para zambullirnos en la piscina, que a esa hora
está hirviendo con los juegos de los niños y las zambullidas de los mayores.
La cena que nos ha preparado Ángel es a base
de tortillas de verduras, croquetas caseras y ensaladas variadas. Están atentos
a todo. Nos sirven Ángel, siempre sonriente, su mujer, su hija, amable y
también risueña y su hijo, que al día siguiente se examinaba para profesor de
FP de la rama de hostelería. Después de cenar, nos vamos a dar un paseo.
Todavía hace un calor difícil de soportar. Subimos por una cuesta empinada
hacia la iglesia del santísimo Cristo de la Cruz Vera, que según dicen hace
muchos milagros. Viene gente de toda España, alardean. En la fachada hay dos
piedras con un montón de nombres grabados de caídos por España, y al final un
¡presentes! Muy gráfico.
Para la vuelta unas charletas en la noche
incandescente sobre los temas que suelen hablarse en las noches estrelladas: De
dónde venimos, a dónde vamos, el universo se expande o se encoje, la eternidad.
Al poco nos vamos al cuarto a dormir.
El plan para la mañana del sábado era ir a
visitar las lagunas de Villafranca de los Caballeros. Son dos lagunas
naturales, la grande y la chica, en las que la gente del lugar ha instalado
chiringuitos y ha adecentado las orillas para que se asemejen lo más posible a
una playa. Cuando llegamos, pasadas las doce de la mañana, hace un calor
difícil de soportar. Nos sentamos enseguida en una mesa y pedimos unas
cervezas. Entre los sudores algunos protestan: “se estaba mejor en la casa”.
Así que sin pensarlo digo en voz alta: “Yo me baño ahora mismo. El que quiera
que me siga”. Enseguida se vinieron casi todos. El agua, aunque algo caliente y
turbia por el cieno y las plantas acuáticas, estaba muy agradable. Los niños se
lo pasaban bien y yo, para hacer algo el ganso y en parte porque me habían
contado que el barro es bueno para la piel, me embadurné desde la cabeza hasta
la tripa provocando las risas de propios y extraños. La realidad cambia a poco
que cambiemos las condiciones. Hasta mi madre, zambullida hasta los pelos, lo
decía: “¡Qué diferencia!”. La comida de ese día fue de las menos conseguidas
por parte de la casa. Quiso hacernos una especie de paella de verduras pero el
arroz estaba pasado y el sabor era casi inexistente. Pero todo se compensa
cuando ves que se han desvivido por hacer las cosas bien. El postre que comí,
un pudin de café y los licores de hierbas compensaron lo demás.
Por la tarde, para hacer al menos ganas de comer,
me fui con mi hermano a dar un paseo por el pueblo, hacia las alturas de la
iglesia y más arriba, a las afueras. Tierra seca y polvorienta. Pasamos cerca
de una explotación ganadera con todo tipo de animales: caballos, burros,
gallinas y muchos perros. Uno de ellos se vino hacia nosotros dispuesto al
ataque; menos mal que estaba atado. Luego, llegamos acalorados y nos metimos en
la piscina para comenzar a preparar la fiesta. En la cena, Ángel nos tenía
preparadas un montón de sorpresas: una cata de quesos. Primero nos servía un
plato y nos lo iba pasando. Preguntaba de qué tipo de leche estaba hecho. Nos
contó que había sido quesero muchos años y que tenía cedido el negocio a otra
familia. Sacó pistos riquísimos; tortillas y unas costillas deliciosas. Una
cena digna de una madre abnegada.
En la fiesta de cumpleaños fallaron las
tartas y tuvieron que soplar las velas encima de una de pudin. O. y D. se
disfrazaron de bebés con pañales y C. de madre primeriza. Bailamos y bebimos y
los niños se fueron quedando dormidos y se fueron a dormir y a las dos de la
mañana, contentos de haber estado juntos y felices nos fuimos cada uno a su
habitación. Aire acondicionado a tope.
Para la mañana del domingo no había nada
preparado: bastante con aguantar el calor. Los niños aprovecharon para montar
un rato en los ponis. Y yo me fui solo a dar un largo paseo. Como no veía la
posibilidad de meterme en caminos laterales (todo eran sembrados) me fui por la
carretera a la salida del pueblo. Ya hacía un calor importante. Apenas había
nadie. Algunos ciclistas se cruzaban conmigo y me miraban extrañados.
Igualmente una pareja de la Guardia Civil que al pasar a mi lado redujeron la
velocidad y me hizo gestos como de estar algo tocado de la cabeza. El asfalto
hacía despegar el aire ardiente. La carretera era una recta interminable. Al
fondo unos árboles solitarios que tardaban en acercarse, como si de alguna
manera fueran también caminando. Llevaba música de Haendel en los cascos y
parecía estar viviendo una escena surrealista. Cuando el cronómetro marcó
treinta y cinco minutos, di la vuelta. Solo muy de vez en cuando pasaba algún
coche. Cuando volví al pueblo las calles seguían estando vacías. Imaginaba lo
que tendría que ser vivir en un sitio así. Yo prefiero el lugar donde vivo:
extrarradio de la gran ciudad pero a tiro de piedra del centro donde poder ver
a la gente, las tiendas, las librerías y los restaurantes.
Nada más llegar me metí en la piscina para
bajar la temperatura del cuerpo. Todos esperaban ya que se aproximara la hora
de comer, de la última comida. Habíamos llevado unos humildes regalos para
repartirlos en un juego que ya es toda una tradición en la familia: cuanto más
camuflados estén en el envoltorio, mejor. Puede ser un rollo de papel
higiénico, un mechero, una toalla, un cuaderno, etc. El juego exactamente es
así: ase colocan todos juntos debajo de una manta. Se mezclan y se va tirando
un dado por turno. Al que le salga un cinco o un seis puede elegir y quedarse
un regalo. Así poco a poco se va quedando vacío el centro de la mesa. Puede
haber alguien con tres o cuatro regalos y gente sin nada. Hasta que llega un
momento en que todos los regalos han desaparecido del centro. Entonces a partir
de aquí se cronometran diez minutos en el que los que van sacando cincos o
seises, van “robando” el regalo que les parece más atractivo. M. el peque de
cuatro años, sufre cuando su primo le quita alguno conseguido. No termina de
entender el juego, o lo entiende muy bien. Cuando se acaba el tiempo se van
abriendo los envoltorios y se va descubriendo, con gran jolgorio, la naturaleza
y calidad de los obsequios. Todos más bien para tirar, pero, ¿y el valor de
hacer un rato lleno de risas?
Cuando recogimos todo nos fuimos a comer. El
hijo de Ángel, estaba opositando para ser profesor de hostelería en un centro
de Toledo. Ojalá tenga suerte y apruebe. Su padre nos dijo que él era el que
aportaba la modernidad en la cocina de la casa. En los postres le pregunté a
Ángel si se debía algo. Para ese motivo, como si le diera vergüenza, nos
remitió a su hija. Yo le había enviado un correo con un archivo Excel en el que
figurábamos todos. Me dio ese mismo archivo en papel, con los detalles de todas
las cenas, comidas y desayunos. Con totales y subtotales por días y
habitaciones. Una cosa que no podía estar más clara. Solo una cosa no me
cuadraba: no había por ninguna parte anotadas las cervezas y los vinos tomados
con generosidad en los aperitivos. Me dijo Ángel que corrían por cuenta de la
casa, que quería que nos fuéramos con buen sabor de boca y que entendía que así
lo recomendaríamos a conocidos y demás familia. Y no sabe cómo acertó. Tampoco
nos quiso cobrar la habitación de D. Y T. que al final no fueron. El lunes no
paré de hablar de la casa en todo el día.
Nos despedimos con emoción y contento y nos
dispusimos a emprender la vuelta.
Salimos a las cuatro y media y llegamos a
casa justo a las seis y media. Luego la última clase de baile. Pero esa ya es
otra historia.
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