miércoles, 22 de julio de 2015

URDA, 26 AL 28 DE junio de 2015



 Me dispongo, nos disponemos, rondando los cuarenta grados, a emprender viaje a las tierras socarradas del ingenioso hidalgo Don Quijote. Comeremos quebrantos y unas tablas de quesos prometidas por el amable dueño de la casa donde vamos. Urda, Consuegra, Villafranca de los Caballeros…; visitaremos molinos, castillos y lagunas de patos. Y por las noches bailaremos y nos disfrazaremos con un puntito bueno de cervezas y de ginebras. ¿Por qué?  Hay muchos motivos. Hay tantos y tan buenos que uno siempre tiene la mosca detrás de la oreja pensando si no será todo esto el preludio de alguna tormenta. Bueno, mejor que se quede tan solo, si quiere, en un aguacero refrescante de verano. 



   26 de junio de 2015. Es un prodigio esto de los adelantos técnicos. Ahora con el teléfono, introduces el destino, eliges la ruta, es decir las posibles vías para ir, y te dice el tiempo exacto que se tardará en llegar. Así lo hago a las doce en punto de la mañana después de cargar una cantidad de equipaje desproporcionado. Los bultos de tres mujeres pasando un fin de semana fuera pueden ser tan voluminosos como el de una expedición al África oriental de los grandes exploradores. La idea era llegar a la una y media para el aperitivo porque, efectivamente, el teléfono marcaba esa hora para la llegada. Carretera de Toledo con poco tráfico, al llegar a las inmediaciones de la ciudad, cuyos edificios y monumentos se pueden contemplar bastante cercanos, nos desviamos hacia la C-42, la vía llamada de los viñedos. Una autopista poco transitada y agradable. Enseguida vemos a lo lejos el monte perfecto del castillo de Almonacid con las ruinas del aspecto de una muela cariada. Los kilómetros pasan rápido y enseguida vemos el desvío de Consuegra. Una carretera de Castilla, de doble sentido, solitaria, con apenas un coche antiguo de vez en cuando. Todo reverbera derretido por el calor. Lomas resecas con olivos y viñedos. Algunas figuras humanas trabajando en el campo. Tengo ganas de llegar y tomar la primera cerveza fresca. Ya están instalados los primeros y nos reciben con una lata de Mahou bien fresquita. Me dicen que Ángel, el dueño del complejo, está en la huerta cogiendo verduras. Me acerco y lo saludo. Es un hombre flaco, renegrido de haber estado mucho a la intemperie, de mirada limpia enmarcada en unas gafas ligeras. Se mueve despacio, sin prisas, y habla pausado, mirando a los ojos, sonriendo. Enseguida alrededor de él se crea un ambiente de tranquilidad y confianza. Podría pasar por un marroquí de los que acostumbran recoger verduras o hachís en las tierras ardientes del Rif. Pero no, él habla como uno de Toledo, con algunos “me se” pero con una gran sabiduría de la vida.
  No queda más remedio que estar un rato en la piscina antes de comer. El calor machaca tanto que es imposible pisar el suelo sin calzarse las chanclas.  
  Como nos había prometido, ha hecho un pote, un guiso de patatas con carne de cordero. La ha tenido, nos confiesa, toda la mañana al fuego, un fuego de leña. Mi padre no quería pero le da a probar y repite dos veces. El caldo ha absorbido la grasa de la carne y de las especies y, a pesar del calor, es muy agradable de comer. También nos pone unas cuantas ensaladas de tomate con mucho comino, con pimientos y calabacines cogidos de su huerta.
  Es imposible plantearse ninguna excursión por la tarde; el sol cae a plomo en las lomas resecas y polvorientas de los alrededores. Mi hermano y yo vamos en coche al pueblo que está a dos minutos para comprar bebidas y cosas para picar para la celebración del cumple de los peques que será el sábado noche. Hay algunas personas sentadas tomando algún refresco. ¿Qué se puede hacer en un pueblo como ese? Observo alguna ruta para caminar después de las comilonas que nos esperan. No se ve nada. Sembrados y caminos que conducen a explotaciones agrarias o a talleres de coches. Compramos las cosas y enseguida llegamos para zambullirnos en la piscina, que a esa hora está hirviendo con los juegos de los niños y las zambullidas de los mayores.
  La cena que nos ha preparado Ángel es a base de tortillas de verduras, croquetas caseras y ensaladas variadas. Están atentos a todo. Nos sirven Ángel, siempre sonriente, su mujer, su hija, amable y también risueña y su hijo, que al día siguiente se examinaba para profesor de FP de la rama de hostelería. Después de cenar, nos vamos a dar un paseo. Todavía hace un calor difícil de soportar. Subimos por una cuesta empinada hacia la iglesia del santísimo Cristo de la Cruz Vera, que según dicen hace muchos milagros. Viene gente de toda España, alardean. En la fachada hay dos piedras con un montón de nombres grabados de caídos por España, y al final un ¡presentes! Muy gráfico.
  Para la vuelta unas charletas en la noche incandescente sobre los temas que suelen hablarse en las noches estrelladas: De dónde venimos, a dónde vamos, el universo se expande o se encoje, la eternidad. Al poco nos vamos al cuarto a dormir.
  El plan para la mañana del sábado era ir a visitar las lagunas de Villafranca de los Caballeros. Son dos lagunas naturales, la grande y la chica, en las que la gente del lugar ha instalado chiringuitos y ha adecentado las orillas para que se asemejen lo más posible a una playa. Cuando llegamos, pasadas las doce de la mañana, hace un calor difícil de soportar. Nos sentamos enseguida en una mesa y pedimos unas cervezas. Entre los sudores algunos protestan: “se estaba mejor en la casa”. Así que sin pensarlo digo en voz alta: “Yo me baño ahora mismo. El que quiera que me siga”. Enseguida se vinieron casi todos. El agua, aunque algo caliente y turbia por el cieno y las plantas acuáticas, estaba muy agradable. Los niños se lo pasaban bien y yo, para hacer algo el ganso y en parte porque me habían contado que el barro es bueno para la piel, me embadurné desde la cabeza hasta la tripa provocando las risas de propios y extraños. La realidad cambia a poco que cambiemos las condiciones. Hasta mi madre, zambullida hasta los pelos, lo decía: “¡Qué diferencia!”. La comida de ese día fue de las menos conseguidas por parte de la casa. Quiso hacernos una especie de paella de verduras pero el arroz estaba pasado y el sabor era casi inexistente. Pero todo se compensa cuando ves que se han desvivido por hacer las cosas bien. El postre que comí, un pudin de café y los licores de hierbas compensaron lo demás. 


 


 Por la tarde, para hacer al menos ganas de comer, me fui con mi hermano a dar un paseo por el pueblo, hacia las alturas de la iglesia y más arriba, a las afueras. Tierra seca y polvorienta. Pasamos cerca de una explotación ganadera con todo tipo de animales: caballos, burros, gallinas y muchos perros. Uno de ellos se vino hacia nosotros dispuesto al ataque; menos mal que estaba atado. Luego, llegamos acalorados y nos metimos en la piscina para comenzar a preparar la fiesta. En la cena, Ángel nos tenía preparadas un montón de sorpresas: una cata de quesos. Primero nos servía un plato y nos lo iba pasando. Preguntaba de qué tipo de leche estaba hecho. Nos contó que había sido quesero muchos años y que tenía cedido el negocio a otra familia. Sacó pistos riquísimos; tortillas y unas costillas deliciosas. Una cena digna de una madre abnegada.
  En la fiesta de cumpleaños fallaron las tartas y tuvieron que soplar las velas encima de una de pudin. O. y D. se disfrazaron de bebés con pañales y C. de madre primeriza. Bailamos y bebimos y los niños se fueron quedando dormidos y se fueron a dormir y a las dos de la mañana, contentos de haber estado juntos y felices nos fuimos cada uno a su habitación. Aire acondicionado a tope.
  Para la mañana del domingo no había nada preparado: bastante con aguantar el calor. Los niños aprovecharon para montar un rato en los ponis. Y yo me fui solo a dar un largo paseo. Como no veía la posibilidad de meterme en caminos laterales (todo eran sembrados) me fui por la carretera a la salida del pueblo. Ya hacía un calor importante. Apenas había nadie. Algunos ciclistas se cruzaban conmigo y me miraban extrañados. Igualmente una pareja de la Guardia Civil que al pasar a mi lado redujeron la velocidad y me hizo gestos como de estar algo tocado de la cabeza. El asfalto hacía despegar el aire ardiente. La carretera era una recta interminable. Al fondo unos árboles solitarios que tardaban en acercarse, como si de alguna manera fueran también caminando. Llevaba música de Haendel en los cascos y parecía estar viviendo una escena surrealista. Cuando el cronómetro marcó treinta y cinco minutos, di la vuelta. Solo muy de vez en cuando pasaba algún coche. Cuando volví al pueblo las calles seguían estando vacías. Imaginaba lo que tendría que ser vivir en un sitio así. Yo prefiero el lugar donde vivo: extrarradio de la gran ciudad pero a tiro de piedra del centro donde poder ver a la gente, las tiendas, las librerías y los restaurantes.
  Nada más llegar me metí en la piscina para bajar la temperatura del cuerpo. Todos esperaban ya que se aproximara la hora de comer, de la última comida. Habíamos llevado unos humildes regalos para repartirlos en un juego que ya es toda una tradición en la familia: cuanto más camuflados estén en el envoltorio, mejor. Puede ser un rollo de papel higiénico, un mechero, una toalla, un cuaderno, etc. El juego exactamente es así: ase colocan todos juntos debajo de una manta. Se mezclan y se va tirando un dado por turno. Al que le salga un cinco o un seis puede elegir y quedarse un regalo. Así poco a poco se va quedando vacío el centro de la mesa. Puede haber alguien con tres o cuatro regalos y gente sin nada. Hasta que llega un momento en que todos los regalos han desaparecido del centro. Entonces a partir de aquí se cronometran diez minutos en el que los que van sacando cincos o seises, van “robando” el regalo que les parece más atractivo. M. el peque de cuatro años, sufre cuando su primo le quita alguno conseguido. No termina de entender el juego, o lo entiende muy bien. Cuando se acaba el tiempo se van abriendo los envoltorios y se va descubriendo, con gran jolgorio, la naturaleza y calidad de los obsequios. Todos más bien para tirar, pero, ¿y el valor de hacer un rato lleno de risas?

 


  Cuando recogimos todo nos fuimos a comer. El hijo de Ángel, estaba opositando para ser profesor de hostelería en un centro de Toledo. Ojalá tenga suerte y apruebe. Su padre nos dijo que él era el que aportaba la modernidad en la cocina de la casa. En los postres le pregunté a Ángel si se debía algo. Para ese motivo, como si le diera vergüenza, nos remitió a su hija. Yo le había enviado un correo con un archivo Excel en el que figurábamos todos. Me dio ese mismo archivo en papel, con los detalles de todas las cenas, comidas y desayunos. Con totales y subtotales por días y habitaciones. Una cosa que no podía estar más clara. Solo una cosa no me cuadraba: no había por ninguna parte anotadas las cervezas y los vinos tomados con generosidad en los aperitivos. Me dijo Ángel que corrían por cuenta de la casa, que quería que nos fuéramos con buen sabor de boca y que entendía que así lo recomendaríamos a conocidos y demás familia. Y no sabe cómo acertó. Tampoco nos quiso cobrar la habitación de D. Y T. que al final no fueron. El lunes no paré de hablar de la casa en todo el día.
  Nos despedimos con emoción y contento y nos dispusimos a emprender la vuelta.
  Salimos a las cuatro y media y llegamos a casa justo a las seis y media. Luego la última clase de baile. Pero esa ya es otra historia.

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