Me he asomado a la
ventana y he visto el campo de futbol en el que jugaba de pequeño, en el que una
vez supimos que había un ojeador para llevarse a los mejores a un equipo más
importante. Quisimos exhibirnos pero había demasiadas piernas y gritos y se
perdía rápido la pelota. No me eligieron y así quizá me salvaron, pero todos
queríamos en aquellos días ser futbolistas. Ahora los veo y me llegan los
chillidos de los críos como si fueran gaviotas de las playas de la infancia. Oigo
a los padres desgañitados dar instrucciones a sus hijos sobre cómo
desenvolverse en el campo. Veo los sitios donde ocurrieron los hechos más decisivos
que tuve que vivir de niño: la vez que se rompió un diente en una caída, los
billares donde hizo por primera vez novillos y que ahora es una entidad
bancaria, el primer cigarrillo a escondidas, la primera vez que besó a una
chica en los labios, las primeras decepciones, la primera borrachera.
En el descansillo están las puertas muy
juntas y uno puede intuir a los demás espiando dentro de sus pisos,
preguntándose quiénes vendrán a vivir como vecinos. Mientras bajamos por el
ascensor cajas de cosas inservibles para tirarlas a la basura una niña baja a
pasear a su perro. Quizá sea la hija o la nieta de algún amigo mío del colegio,
quién sabe. Había un escritor clásico que decía que no es verdad que sea la
vida tan corta como dice la gente, no lo sé pero lo que sí es verdad es que el
tiempo ocurre más deprisa según avanzamos por los últimos tramos. Y uno se da
cuenta sobre todo a través de la vida de sus propios hijos. Ahora mismo se
acaban de ir las dos juntas a comprar y van conduciendo mi coche. Y, cómo
olvidarlo, puedo verme a mí mismo conduciendo por estas mismas carreteras con
la satisfacción más intensa que un muchacho pueda sentir.
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