Al principio de la II Guerra Mundial, Hitler
decidió la invasión de la Isla Griega utilizando lo que hasta el momento fue el
mayor lanzamiento de paracaidistas de la historia: miles de soldados alemanes
fueron lanzados en diferentes zonas de la isla. Solo el primer día murieron
cerca de dos mil. Este libro narra esa batalla; el repliegue de las fuerzas
aliadas hacia la costa y posterior envío por barco a Egipto, compuestas sobre
todo por británicos, neozelandeses y los propios cretenses; las acciones de los
servicios de inteligencia y la guerrilla, y la posterior rendición nazi ante el
fracaso de la campaña de Rusia, entre otros motivos.
Como siempre, Beevor mezcla de manera
magistral la historia con mayúsculas y las anécdotas a pie de pista. Habla en
infinidad de ocasiones de uno de mis héroes preferidos: Patrick Leigh Fermor,
quien junto con Moss, ambos oficiales de inteligencia llenos de juventud y de
imaginación, secuestraron al General Kreipe, Jefe de las fuerzas germanas en la
Isla, llevándolo posteriormente a Egipto para ser juzgado. Un fuerte golpe para
la moral de las tropas.
Estos son algunos de los párrafos que más me
han llamado la atención:
“En sus filas –la de los servicios de
inteligencia británicos- figuraban desde catedráticos filohelénicos hasta
malhechores con buenos contactos, pasanado por muchas gradaciones intermedias,
como un puñado de buenos soldados regulares, románticos, escritores, académicos
haraganes y algún que otro aventurero louche”.
“Una isla
con una larga historia tan larga de ocupación y rebelión como Creta
inevitablemente tenía que creer instintivamente en el trato despiadado de los
traidores. Los colaboradores sabían que no podían esperar clemencia si los
atrapaban. Un agente alemán capturado por los andartes suplicó que lo dejaran
suicidarse. Le rompieron las piernas con dos pedruscos a cierta distancia del
borde de un acantilado, de modo que tuvo que arrastrarse hasta el final para
lanzarse por él”.
En otra ocasión ataron a un soldado alemán a
otros varios a modo de cadeneta y al borde de un pozo profundo. Mataron al
primero que fue arrastrando al resto. En otra ocasión unos niños mataron a un
oficial alemán. Le quitaron su Luger y le pegaron un tiro a las afueras de
Canea. Cuando se enteraron los del pueblo se entristecieron mucho porque había
sido un doctor y había ayudado desinteresadamente a muchos del lugar. Son las
injusticias de la guerra. Un pantanal. Como dice Leigh Fermor en un párrafo de
uno de sus libros: “el que escogiéramos la obsoleta materia de griego fue lo
que nos hizo a fin de cuentas acabar en esos lodos”. “El ejército había comprendido que la lengua
antigua, por imperfecto que fuera su dominio, abría las puertas a la lengua
moderna: sólo así se explica la súbita aspersión de tantas figuras extrañas
sobre los peñascos del continente y las islas”.
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