sábado, 31 de enero de 2015

JEAN ECHENOZ. CORRER.




  Un libro básico sobre Emil Zátopek,  la leyenda del atletismo de fondo; la locomotora humana. Empezó de muy joven en una fábrica de zapatillas y al probárselas se dio cuenta que se le daba bien correr. Pero tenía una cualidad más valiosa: le gustaba sentir el dolor del desfallecimiento. Cuando sentía su cuerpo dolorido por el esfuerzo, apretaba más, siendo esa técnica la única necesaria; sin entrenador. Sólo correr más tiempo y más rápido. En el año cuarenta y cinco ingresó en el ejército y fue ganando carreras hasta el año cuarenta y ocho en que ganó la medalla de oro de los diez mil y la de plata en los cinco mil. Pero eso era solo el principio. En los siguientes juegos ganó esas pruebas además de la maratón. Una proeza que no ha vuelto a repetirse. Todo eran reconocimientos y ascensos dentro del partido y de su rango en el ejército. Pero llegó la política. Su país, Checoslovaquia, estaba bajo la onda soviética y unas declaraciones suyas hicieron que le retiraran todo tipo de apoyo. Pero Zátopek era una persona que sonreía y que preferiría no hacer algunas cosas, pero las hacía. Lo degradaron y quisieron humillarlo hasta incluso obligarlo a hacer de barrendero. Lo hizo y a los que les castigaron les salió el tiro por la culata porque todo el vecindario lo vitoreaba y además no le dejaban barrer ni tirar las bolsas de la basura. Se limitaba a ir detrás del camión y saludar como si fuera un desfile olímpico. Se adaptó. Todo antes que irse al exilio. Luego le hicieron firmar un manifiesto vergonzoso, de aceptación de culpa y responsabilidad. No quería hacerlo pero lo hizo y le devolvieron sus modestos privilegios. Una historia fascinante. Un libro ameno y didáctico, otra vez, sobre los males del comunismo mal aplicado y entendido.

miércoles, 28 de enero de 2015

ANTONY BEEVOR. CRETA.




  Al principio de la II Guerra Mundial, Hitler decidió la invasión de la Isla Griega utilizando lo que hasta el momento fue el mayor lanzamiento de paracaidistas de la historia: miles de soldados alemanes fueron lanzados en diferentes zonas de la isla. Solo el primer día murieron cerca de dos mil. Este libro narra esa batalla; el repliegue de las fuerzas aliadas hacia la costa y posterior envío por barco a Egipto, compuestas sobre todo por británicos, neozelandeses y los propios cretenses; las acciones de los servicios de inteligencia y la guerrilla, y la posterior rendición nazi ante el fracaso de la campaña de Rusia, entre otros motivos.
  Como siempre, Beevor mezcla de manera magistral la historia con mayúsculas y las anécdotas a pie de pista. Habla en infinidad de ocasiones de uno de mis héroes preferidos: Patrick Leigh Fermor, quien junto con Moss, ambos oficiales de inteligencia llenos de juventud y de imaginación, secuestraron al General Kreipe, Jefe de las fuerzas germanas en la Isla, llevándolo posteriormente a Egipto para ser juzgado. Un fuerte golpe para la moral de las tropas.
  Estos son algunos de los párrafos que más me han llamado la atención:
  “En sus filas –la de los servicios de inteligencia británicos- figuraban desde catedráticos filohelénicos hasta malhechores con buenos contactos, pasanado por muchas gradaciones intermedias, como un puñado de buenos soldados regulares, románticos, escritores, académicos haraganes y algún que otro aventurero louche”.
“Una isla con una larga historia tan larga de ocupación y rebelión como Creta inevitablemente tenía que creer instintivamente en el trato despiadado de los traidores. Los colaboradores sabían que no podían esperar clemencia si los atrapaban. Un agente alemán capturado por los andartes suplicó que lo dejaran suicidarse. Le rompieron las piernas con dos pedruscos a cierta distancia del borde de un acantilado, de modo que tuvo que arrastrarse hasta el final para lanzarse por él”.
  En otra ocasión ataron a un soldado alemán a otros varios a modo de cadeneta y al borde de un pozo profundo. Mataron al primero que fue arrastrando al resto. En otra ocasión unos niños mataron a un oficial alemán. Le quitaron su Luger y le pegaron un tiro a las afueras de Canea. Cuando se enteraron los del pueblo se entristecieron mucho porque había sido un doctor y había ayudado desinteresadamente a muchos del lugar. Son las injusticias de la guerra. Un pantanal. Como dice Leigh Fermor en un párrafo de uno de sus libros: “el que escogiéramos la obsoleta materia de griego fue lo que nos hizo a fin de cuentas acabar en esos lodos”.  “El ejército había comprendido que la lengua antigua, por imperfecto que fuera su dominio, abría las puertas a la lengua moderna: sólo así se explica la súbita aspersión de tantas figuras extrañas sobre los peñascos del continente y las islas”.

domingo, 18 de enero de 2015

LOS RINCONES DEL PRINCIPIO

   Hoy hemos ido a vaciar el piso de un familiar anciano al que, hace unas semanas, hemos tenido que ingresar en una residencia por no poder valerse por sí mismo. La casa está en el barrio donde pasé mi infancia y juventud. Hay mantas y muebles viejos, feos; ventanas sucias; suelos y paredes de otra época; sueños ya para siempre transitados. Lo vamos a alquilar. Ahora vendrá a ocuparlo otra familia con otra vida por  delante, con esperanzas renovadas, viajando a un futuro en la que vendrá otra familia a reemplazar a ésta. En el barrio, de gente trabajadora y, claro, en el paro, se ven sobre todo ya gente mayor e inmigrantes atraídos por los precios más bajos. Ahora huele a cerrado y a cañerías, al sedimento de capas de polvo mal limpiado.




Me he asomado a la ventana y he visto el campo de futbol en el que jugaba de pequeño, en el que una vez supimos que había un ojeador para llevarse a los mejores a un equipo más importante. Quisimos exhibirnos pero había demasiadas piernas y gritos y se perdía rápido la pelota. No me eligieron y así quizá me salvaron, pero todos queríamos en aquellos días ser futbolistas. Ahora los veo y me llegan los chillidos de los críos como si fueran gaviotas de las playas de la infancia. Oigo a los padres desgañitados dar instrucciones a sus hijos sobre cómo desenvolverse en el campo. Veo los sitios donde ocurrieron los hechos más decisivos que tuve que vivir de niño: la vez que se rompió un diente en una caída, los billares donde hizo por primera vez novillos y que ahora es una entidad bancaria, el primer cigarrillo a escondidas, la primera vez que besó a una chica en los labios, las primeras decepciones, la primera borrachera.





  En el descansillo están las puertas muy juntas y uno puede intuir a los demás espiando dentro de sus pisos, preguntándose quiénes vendrán a vivir como vecinos. Mientras bajamos por el ascensor cajas de cosas inservibles para tirarlas a la basura una niña baja a pasear a su perro. Quizá sea la hija o la nieta de algún amigo mío del colegio, quién sabe. Había un escritor clásico que decía que no es verdad que sea la vida tan corta como dice la gente, no lo sé pero lo que sí es verdad es que el tiempo ocurre más deprisa según avanzamos por los últimos tramos. Y uno se da cuenta sobre todo a través de la vida de sus propios hijos. Ahora mismo se acaban de ir las dos juntas a comprar y van conduciendo mi coche. Y, cómo olvidarlo, puedo verme a mí mismo conduciendo por estas mismas carreteras con la satisfacción más intensa que un muchacho pueda sentir.

miércoles, 14 de enero de 2015

EL PRECIO DEL PARAÍSO. MANU LEGUINECHE.


  El Precio del Paraíso (Descatalogado. Lo encontré a tres euros hace poco en la Cuesta de Moyano). Al estilo de los grandes reportajes periodísticos de antaño este libro trata de un maño enrolado y derrotado de la columna de Durruti durante la Guerra Civil. Sufriente de los vergonzosos campos de retención de las playas de Francia; detenido posteriormente por los nazis y enviado por éstos a un campo de concentración durante cinco años, y liberado, finalmente, por los norteamericanos. Leguineche, uno de los mejores periodistas que ha dado este país, leyó un reportaje de él en una revista y decidió buscarlo para escribir el libro. Manuel García Barón, que es como se llamaba el aragonés, desengañado de todo, de Europa, de España y hasta del género humano, decidió rehacer su vida en el lugar más apartado posible. Eligió, después de muchas dificultades, la selva boliviana en un afluente del Amazonas, a varios días del poblado más cercano. Se casó, tuvo cinco hijos con una india y estableció allí su república viviendo de la tierra, de la caza y del trueque. Y me ha pasado una cosa curiosa después de leer hace poco el fabuloso libro de Javier Cercas, El Impostor: no me creo casi nada de lo que cuenta García Barón a Leguineche. Por lo menos nada de su etapa en los campos. Me he creído a pies juntillas, en cambio, todo lo que cuenta Cercas en su libro. Así como lo que cuenta Primo Levi en su trilogía del holocausto y en muchos otros, pero... la reflexión es: para creerse una verdad hay que utilizar las herramientas de la ficción. Hay que saber seducir. Hay que saber sujetar bien las riendas de la pasión al contar. Si estuviera vivo y Cercas decidiera hacer un libro sobre él, y se descubriera a otro impostor, no me sorprendería en absoluto.
  Me ha parecido que García Barón utilizaba la técnica del abuelo cebolleta para entendernos, con exageraciones de la memoria. Pero claro, eso le puede pasar a cualquiera. El otro día tuvimos una comida familiar y salió a relucir un episodio de la infancia en la que estaba implicado mi hermano pequeño y yo. Resumen: alguien pegó a mi hermano, y yo, ejerciendo de hermano mayor, salí a la calle para defenderlo. Fui a pedirle cuentas al que ofendía y, según mi recuerdo, lo amonesté, reculó y quedé como el “ganador”. Así lo estaba yo contando cuando mi hermano ha intervenido muy seguro: “No, lo que pasó es que te equivocaste y te enfrentaste al Jesús equivocado; al pequeño y esmirriado  y no al grande y cabezón". Y después de unas risas no hemos llegado a un acuerdo en ponernos de acuerdo, quién decía la verdad; quién de los dos tenía más parte de razón que el otro. La memoria, qué se le va a hacer, es casi siempre traicionera.

jueves, 8 de enero de 2015

LOS CIGARRILLOS SON SUBLIMES. RICHARD KLEIN.



  Este es el libro que Simon Leys decía estar buscando en su estupendo conjunto de artículos que es “La felicidad de los pececillos”. Y era para denunciar precisamente la persecución implacable que los cigarrillos están teniendo en el mundo occidental de unos años a esta parte. A mí me parece bien. Sí que estoy en contra de la hipocresía de los estados subvencionando su producción y en no prohibirlo directamente. El autor, profesor de literatura en la Universidad de Cornell, confiesa en las primeras páginas que ha dejado de fumar hace poco y que el motivo de su escritura no es incitar a su consumo. Pero a continuación y durante el resto de las páginas no deja de ensalzar la imagen icónica y cultural del cigarrillo “aunque nocivos para la salud, son un magnífico y hermoso instrumento civilizador y una de las más gloriosas aportaciones de América al mundo”. Frases de la misma colección abundan por todas partes.
  El libro enseguida me ha decepcionado porque me he ido a la sección final de la  bibliografía y he visto que no se menciona ni una vez a Julio Ramón Ribeyro y su cuento “Sólo para fumadores” ni a Guillermo Cabrera Infante y su “Sólo humo”. No se puede escribir un libro sobre los cigarrillos sin mencionar a estos dos autores y a su relación con el tabaco.
  Yo dejé de fumar hará trece años. Y empecé con apenas doce en una tarde de lluvia e invierno, acompañado de dos amigos escondidos en el hueco casi subterráneo de una torre de alta tensión. Era un Fortuna empapado de perfume y de mareo que no me gustó demasiado pero que me daba una sensación maravillosa de adultez y de pecado. Desde entonces me aficioné a fumar con agrado y hasta delectación. Sólo cuando cumplí veintiocho años (lo sé porque lo escribí en un papel que guardé mucho tiempo) intenté dejarlo y no lo conseguí; quitando dos o tres días llenos de mala baba y estrés. Así es que se puede decir, siempre con mala conciencia del hábito, que me estuve mentalizando para dejarlo hasta poco antes de nacer E., mi segunda hija. Un buen motivo para dejarlo y romper con la típica imagen del papá esperando al bebé sin parar de fumar. Era justo cuando se comenzó a prohibir fumar en los hospitales. ¿Alguien lo puede imaginar actualmente? Y hasta ahora que me he convertido en un radical antitabaco. Nadie fuma en casa y menos en el coche.
  Sí me han gustado en cambio las muchas referencias a El ser y la nada, de Sartre, La Conciencia de Zeno, de Italo Svevo y a la Carmen, de Bizet y Marimé.