Un libro básico sobre Emil Zátopek, la leyenda del atletismo de fondo; la
locomotora humana. Empezó de muy joven en una fábrica de zapatillas y al probárselas
se dio cuenta que se le daba bien correr. Pero tenía una cualidad más valiosa:
le gustaba sentir el dolor del desfallecimiento. Cuando sentía su cuerpo
dolorido por el esfuerzo, apretaba más, siendo esa técnica la única necesaria;
sin entrenador. Sólo correr más tiempo y más rápido. En el año cuarenta y cinco
ingresó en el ejército y fue ganando carreras hasta el año cuarenta y ocho en
que ganó la medalla de oro de los diez mil y la de plata en los cinco mil. Pero
eso era solo el principio. En los siguientes juegos ganó esas pruebas además de
la maratón. Una proeza que no ha vuelto a repetirse. Todo eran reconocimientos
y ascensos dentro del partido y de su rango en el ejército. Pero llegó la
política. Su país, Checoslovaquia, estaba bajo la onda soviética y unas
declaraciones suyas hicieron que le retiraran todo tipo de apoyo. Pero Zátopek
era una persona que sonreía y que preferiría no hacer algunas cosas, pero las
hacía. Lo degradaron y quisieron humillarlo hasta incluso obligarlo a hacer de
barrendero. Lo hizo y a los que les castigaron les salió el tiro por la culata
porque todo el vecindario lo vitoreaba y además no le dejaban barrer ni tirar
las bolsas de la basura. Se limitaba a ir detrás del camión y saludar como si
fuera un desfile olímpico. Se adaptó. Todo antes que irse al exilio. Luego le
hicieron firmar un manifiesto vergonzoso, de aceptación de culpa y
responsabilidad. No quería hacerlo pero lo hizo y le devolvieron sus modestos
privilegios. Una historia fascinante. Un libro ameno y didáctico, otra vez,
sobre los males del comunismo mal aplicado y entendido.
sábado, 31 de enero de 2015
miércoles, 28 de enero de 2015
ANTONY BEEVOR. CRETA.
Al principio de la II Guerra Mundial, Hitler
decidió la invasión de la Isla Griega utilizando lo que hasta el momento fue el
mayor lanzamiento de paracaidistas de la historia: miles de soldados alemanes
fueron lanzados en diferentes zonas de la isla. Solo el primer día murieron
cerca de dos mil. Este libro narra esa batalla; el repliegue de las fuerzas
aliadas hacia la costa y posterior envío por barco a Egipto, compuestas sobre
todo por británicos, neozelandeses y los propios cretenses; las acciones de los
servicios de inteligencia y la guerrilla, y la posterior rendición nazi ante el
fracaso de la campaña de Rusia, entre otros motivos.
Como siempre, Beevor mezcla de manera
magistral la historia con mayúsculas y las anécdotas a pie de pista. Habla en
infinidad de ocasiones de uno de mis héroes preferidos: Patrick Leigh Fermor,
quien junto con Moss, ambos oficiales de inteligencia llenos de juventud y de
imaginación, secuestraron al General Kreipe, Jefe de las fuerzas germanas en la
Isla, llevándolo posteriormente a Egipto para ser juzgado. Un fuerte golpe para
la moral de las tropas.
Estos son algunos de los párrafos que más me
han llamado la atención:
“En sus filas –la de los servicios de
inteligencia británicos- figuraban desde catedráticos filohelénicos hasta
malhechores con buenos contactos, pasanado por muchas gradaciones intermedias,
como un puñado de buenos soldados regulares, románticos, escritores, académicos
haraganes y algún que otro aventurero louche”.
“Una isla
con una larga historia tan larga de ocupación y rebelión como Creta
inevitablemente tenía que creer instintivamente en el trato despiadado de los
traidores. Los colaboradores sabían que no podían esperar clemencia si los
atrapaban. Un agente alemán capturado por los andartes suplicó que lo dejaran
suicidarse. Le rompieron las piernas con dos pedruscos a cierta distancia del
borde de un acantilado, de modo que tuvo que arrastrarse hasta el final para
lanzarse por él”.
En otra ocasión ataron a un soldado alemán a
otros varios a modo de cadeneta y al borde de un pozo profundo. Mataron al
primero que fue arrastrando al resto. En otra ocasión unos niños mataron a un
oficial alemán. Le quitaron su Luger y le pegaron un tiro a las afueras de
Canea. Cuando se enteraron los del pueblo se entristecieron mucho porque había
sido un doctor y había ayudado desinteresadamente a muchos del lugar. Son las
injusticias de la guerra. Un pantanal. Como dice Leigh Fermor en un párrafo de
uno de sus libros: “el que escogiéramos la obsoleta materia de griego fue lo
que nos hizo a fin de cuentas acabar en esos lodos”. “El ejército había comprendido que la lengua
antigua, por imperfecto que fuera su dominio, abría las puertas a la lengua
moderna: sólo así se explica la súbita aspersión de tantas figuras extrañas
sobre los peñascos del continente y las islas”.
domingo, 18 de enero de 2015
LOS RINCONES DEL PRINCIPIO
Me he asomado a la
ventana y he visto el campo de futbol en el que jugaba de pequeño, en el que una
vez supimos que había un ojeador para llevarse a los mejores a un equipo más
importante. Quisimos exhibirnos pero había demasiadas piernas y gritos y se
perdía rápido la pelota. No me eligieron y así quizá me salvaron, pero todos
queríamos en aquellos días ser futbolistas. Ahora los veo y me llegan los
chillidos de los críos como si fueran gaviotas de las playas de la infancia. Oigo
a los padres desgañitados dar instrucciones a sus hijos sobre cómo
desenvolverse en el campo. Veo los sitios donde ocurrieron los hechos más decisivos
que tuve que vivir de niño: la vez que se rompió un diente en una caída, los
billares donde hizo por primera vez novillos y que ahora es una entidad
bancaria, el primer cigarrillo a escondidas, la primera vez que besó a una
chica en los labios, las primeras decepciones, la primera borrachera.
En el descansillo están las puertas muy
juntas y uno puede intuir a los demás espiando dentro de sus pisos,
preguntándose quiénes vendrán a vivir como vecinos. Mientras bajamos por el
ascensor cajas de cosas inservibles para tirarlas a la basura una niña baja a
pasear a su perro. Quizá sea la hija o la nieta de algún amigo mío del colegio,
quién sabe. Había un escritor clásico que decía que no es verdad que sea la
vida tan corta como dice la gente, no lo sé pero lo que sí es verdad es que el
tiempo ocurre más deprisa según avanzamos por los últimos tramos. Y uno se da
cuenta sobre todo a través de la vida de sus propios hijos. Ahora mismo se
acaban de ir las dos juntas a comprar y van conduciendo mi coche. Y, cómo
olvidarlo, puedo verme a mí mismo conduciendo por estas mismas carreteras con
la satisfacción más intensa que un muchacho pueda sentir.
miércoles, 14 de enero de 2015
EL PRECIO DEL PARAÍSO. MANU LEGUINECHE.
El Precio del Paraíso (Descatalogado. Lo
encontré a tres euros hace poco en la Cuesta de Moyano). Al estilo de los
grandes reportajes periodísticos de antaño este libro trata de un maño enrolado
y derrotado de la columna de Durruti durante la Guerra Civil. Sufriente de los vergonzosos campos de
retención de las playas de Francia; detenido posteriormente por los nazis y
enviado por éstos a un campo de concentración durante cinco años, y liberado,
finalmente, por los norteamericanos. Leguineche, uno de los mejores periodistas
que ha dado este país, leyó un reportaje de él en una revista y decidió
buscarlo para escribir el libro. Manuel García Barón, que es como se llamaba el
aragonés, desengañado de todo, de Europa, de España y hasta del género humano,
decidió rehacer su vida en el lugar más apartado posible. Eligió, después de
muchas dificultades, la selva boliviana en un afluente del Amazonas, a varios
días del poblado más cercano. Se casó, tuvo cinco hijos con una india y
estableció allí su república viviendo de la tierra, de la caza y del trueque. Y
me ha pasado una cosa curiosa después de leer hace poco el fabuloso libro de
Javier Cercas, El Impostor: no me creo casi nada de lo que cuenta García Barón
a Leguineche. Por lo menos nada de su etapa en los campos. Me he creído a pies
juntillas, en cambio, todo lo que cuenta Cercas en su libro. Así como lo que
cuenta Primo Levi en su trilogía del holocausto y en muchos otros, pero... la
reflexión es: para creerse una verdad hay que utilizar las herramientas de la
ficción. Hay que saber seducir. Hay que saber sujetar bien las riendas de la
pasión al contar. Si estuviera vivo y Cercas decidiera hacer un libro sobre él,
y se descubriera a otro impostor, no me sorprendería en absoluto.
Me ha parecido que García Barón utilizaba la
técnica del abuelo cebolleta para entendernos, con exageraciones de la memoria.
Pero claro, eso le puede pasar a cualquiera. El otro día tuvimos una comida
familiar y salió a relucir un episodio de la infancia en la que estaba
implicado mi hermano pequeño y yo. Resumen: alguien pegó a mi hermano, y yo,
ejerciendo de hermano mayor, salí a la calle para defenderlo. Fui a pedirle
cuentas al que ofendía y, según mi recuerdo, lo amonesté, reculó y quedé como
el “ganador”. Así lo estaba yo contando cuando mi hermano ha intervenido muy
seguro: “No, lo que pasó es que te equivocaste y te enfrentaste al Jesús
equivocado; al pequeño y esmirriado y no
al grande y cabezón". Y después de unas risas no hemos llegado a un acuerdo en
ponernos de acuerdo, quién decía la verdad; quién de los dos tenía más parte de
razón que el otro. La memoria, qué se le va a hacer, es casi siempre
traicionera.
jueves, 8 de enero de 2015
LOS CIGARRILLOS SON SUBLIMES. RICHARD KLEIN.
Este es el libro que Simon Leys decía estar buscando en su estupendo
conjunto de artículos que es “La felicidad de los pececillos”. Y era para
denunciar precisamente la persecución implacable que los cigarrillos están teniendo
en el mundo occidental de unos años a esta parte. A mí me parece bien. Sí que
estoy en contra de la hipocresía de los estados subvencionando su producción y
en no prohibirlo directamente. El autor, profesor de literatura en la Universidad
de Cornell, confiesa en las primeras páginas que ha dejado de fumar hace poco y
que el motivo de su escritura no es incitar a su consumo. Pero a continuación y
durante el resto de las páginas no deja de ensalzar la imagen icónica y
cultural del cigarrillo “aunque nocivos para la salud, son un magnífico y
hermoso instrumento civilizador y una de las más gloriosas aportaciones de
América al mundo”. Frases de la misma colección abundan por todas partes.
El libro enseguida me ha decepcionado porque me he ido a la sección
final de la bibliografía y he visto que
no se menciona ni una vez a Julio Ramón Ribeyro y su cuento “Sólo para
fumadores” ni a Guillermo Cabrera Infante y su “Sólo humo”. No se puede
escribir un libro sobre los cigarrillos sin mencionar a estos dos autores y a
su relación con el tabaco.
Yo dejé de fumar hará trece años. Y empecé con apenas doce en una tarde
de lluvia e invierno, acompañado de dos amigos escondidos en el hueco casi
subterráneo de una torre de alta tensión. Era un Fortuna empapado de perfume y
de mareo que no me gustó demasiado pero que me daba una sensación maravillosa
de adultez y de pecado. Desde entonces me aficioné a fumar con agrado y hasta
delectación. Sólo cuando cumplí veintiocho años (lo sé porque lo escribí en un
papel que guardé mucho tiempo) intenté dejarlo y no lo conseguí; quitando dos o
tres días llenos de mala baba y estrés. Así es que se puede decir, siempre con
mala conciencia del hábito, que me estuve mentalizando para dejarlo hasta poco
antes de nacer E., mi segunda hija. Un buen motivo para dejarlo y romper con la
típica imagen del papá esperando al bebé sin parar de fumar. Era justo cuando
se comenzó a prohibir fumar en los hospitales. ¿Alguien lo puede imaginar actualmente?
Y hasta ahora que me he convertido en un radical antitabaco. Nadie fuma en casa
y menos en el coche.
Sí me han gustado en cambio las muchas referencias a El ser y la nada,
de Sartre, La Conciencia de Zeno, de Italo Svevo y a la Carmen, de Bizet y
Marimé.
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