En la mochila de 35
litros que me ha prestado David, una estupenda mochila Salomón con la espaldera
en forma de malla separada del cuerpo, he metido el siguiente material; todo
guardado de forma apretada en bolsas de plástico transparente y atado con
gomas: una bolsa con la muda y las camisetas viejas que iré tirando según las
vaya usando. Una bolsa con vaselina (fundamental), ibuprofeno, crema vitamina
a+d y anti escoceduras de las de los bebés, anti mosquitos, betadine, una
pastilla de jabón y un tarrito de gel, una maquinilla de afeitar. En otra bolsa
el libro de lectura, una cuaderno fino, lápiz y bolígrafo, clínex. Un bolsito
de viaje para llevar lo más personal y más a mano: los billetes de tren, la
cartera, el móvil y las anotaciones con las reservas de los hoteles. Guantes de
ciclismo, el bastón de treking. Un tubular de tela elástica para la cabeza, una
de las prendas más prácticas que se han fabricado: sirve para todo, para el
cuello si hace frío, para limpiar el sudor, etc. Barritas energéticas y frutos
secos, una navaja con cubiertos (nunca la llegué a utilizar) una linterna
(tampoco, pero no está de más llevarla), chubasquero (tampoco, por suerte
porque apenas cayeron cuatro gotas), gps y un plano rudimentario (tampoco hizo
falta. Debe ser el camino mejor señalizado del mundo). En total no debe
sobrepasar los seis kilos. Muy cómoda de llevar. Mi espalda no ha sufrido nada.
En realidad los únicos problemas físicos han sido las rozaduras en el interior
de los muslos y una tendinitis en el empeine del pie derecho.
A las 7:30 estoy ya
caminando. La luna llena está a mi izquierda, envuelta en una gasa de niebla.
Voy por un camino recto desde donde se ve el valle a la derecha sumergido en
una nube de algodón. De vez en cuando emerge un pueblo o alguna montaña. El
espacio que hay entre los pocos caminantes es grande; a esas horas lo que más
apetece es estar solo. Hay mucha humedad y huele a hierbas y a los establos que
no deben estar lejos, pero no hace frío con respecto a mi habitación. Al poco,
he alcanzado a Arantxa. Ella iba más despacio porque le molestaban las
rozaduras. Le he dicho si necesitaba algo y he sentido que deseaba estar sola,
confirmando la impresión inicial. Me he despedido sabiendo ambos que al final
coincidiríamos. A las dos horas de empezar a caminar ha empezado a salir el
sol, cuyos rayos iban calentando cada vez más. Todo el campo, los árboles, las
piedras, el cielo, parecía recién lavado. He comenzado a sentir fuerte el dolor
del empeine pero he querido llegar hasta Palas de Rei. Busco una farmacia para
comprar una crema que me alivie. Me recetan una que es muy fuerte. Le pregunto
al dependiente un buen sitio para tomar algo. Me recomienda donde va cada día a
desayunar (siempre hay que preguntar a los lugareños dónde tomar algo). En el
bar pido un bocadillo de tortilla con atún y una cerveza. Mientras espero me
siento y me descalzo el pie y me unto por todas partes. Al poco siento un gran calentón
en la piel, pero a la vez un alivio. El bocata es espectacular, tanto por el
tamaño y la calidad del pan como por el color de la tortilla. Lo devoro con
apetito. Luego un café con una barrita. A pesar de la cantidad de kilómetros
diarios, no solo no he adelgazado sino que he llegado a casa con más kilos. Ni
siquiera en el Camino fallan las matemáticas. Si metes más de lo que sacas…
Hay un montón de jóvenes
en la calle esperando no se sabe qué. Quizá esperan clientes para llevar sus
mochilas o esperan algún camión para descargar. La salida de la población es un
poco aburrida porque discurre por carretera, pero al poco uno se vuelve a
internar en esos bosques que son una de las grandes motivaciones del camino.
Pronto veo a lo lejos a
Arantxa. Es un camino que me recuerda a las películas de Disney de Alicia en el
País de las Maravillas. Cuando saludo noto que ahora sí que no le importa mi
compañía. Debo tener un sexto sentido para esas cosas: al mínimo gesto
retrocedo como una cobra. Charlamos. El tiempo es magnífico. Quizá algo de
calor, pero siempre lo he preferido al frío. Dice Burton en su libro de la
Peregrinación a la Meca que tiene la sensación de que con calor es más fácil
morir. No sé, quizá tenga razón. A Arantxa la veo tan animada que le propongo
comer en la famosa pulpería Ezequiel de Melide. Para eso tenemos que apretar el
paso. Llegamos sobre las dos al precioso puente medieval de Furelos. Allí un
peregrino italiano nos hará la única foto que tengo en la que salimos Arantxa y
yo. Luego seguimos y parece que llegamos pero se hacen eternos los últimos
kilómetros. No había prisa. En el restaurante nos dice el encargado que no
cierran en todo el día. Me voy a duchar a la pensión; tiene una habitación
minúscula, pero sigue siendo para mí, con una buena cama y un baño propio. A
las tres estamos sentados en un banco corrido mientras esperamos que nos
traigan lo que hemos pedido. La atmósfera está cargada de vaho de vino y de
comida. Cientos de personas pasan por allí para comer y beber verdadera comida
gallega. Bebo un tercio de cerveza para empezar y para aplacar la sed.
Enseguida nos traen una buena tabla de pulpo. Está buenísimo y tenemos hambre.
Ella ha pedido un trozo de empanada y una ensalada. Piropeamos la lechuga y los
tomates. Siguen siendo auténticos. Pedimos un vino blanco y fresquito de la
casa. Está también buenísimo. Ya lo decía Cervantes, que el hambre es la más
perfecta de las salsas. Ella parece disfrutar y eso me reconforta. Tenía muchas
ganas de repetir esa experiencia. Pedimos de postre una tarta de orujo, un café
y el mítico licor de hierbas; justo en el punto de dulzor y en su punto de
alcohol.
Nos vamos más que
satisfechos a los aposentos. Quiero echar una siesta de pijama y orinal aunque
no tenga. No obstante siempre he sido malo para echar la siesta. Compagino las
cabezadas con la lectura de unas páginas del libro. A las siente salgo a dar un
paseo y a comprar una camiseta. Me hace falta una para completar los días. El
señor de la tienda me dice sin dudar, cuando le pregunto, que más del noventa
por ciento de la gente de los pueblos de los alrededores viven de los
peregrinos. Me alegra ser uno de ellos aunque sea solo por eso. La verdad es
que todas las terrazas están animadas y los restaurantes a tope. Por la mañana
me dijeron que habían abierto un montón de nuevos albergues y hoteles.
Compro una camiseta nike
de un bonito color rojo y me la llevo puesta.
Me encuentro al poco con Arantxa. Cuando le digo que me la acabo de
comprar me dice que le gusta mucho el color. Me siento bien; qué buena cosa es
contentarse con tan poco. Me cae muy bien. Se hacen lazos muy fuertes en pocas
horas con gente desconocida. He visto mensajes dejados en cruces de caminos
donde se grita lo que algunos echan de menos a otros. Damos un paseo y
recorremos toda la parte central, la iglesia, los comercios de ropa, de vinos;
parece entender bastante más que yo de todos ellos. Después de la cantidad de
comida no tenemos mucha hambre pero buscamos un sitio para cenar. Yo pido,
justo al lado del Ezequiel, un plato con un filete y patatas. Ella una pequeña
ensalada. No bebe alcohol. A mí me apetecería un gin-tonic de postre pero no me
gusta beber si no me acompañan. Su marido llama y se tira hablando un buen
rato. Desde Madrid le gestiona su billete de avión. Me confiesa que es algo
mayor que ella. Después de cenar damos un pequeño paseo hasta el albergue y nos
despedimos con un buen abrazo. Sería el último. A las once de la noche estaba
metido en la cama. Oscuridad total, cansancio y sueño. Paz.
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