Desayuno bien: unas tostadas con mermelada, un zumo de naranja y
un café con leche. Después subo a la habitación y preparo todas las cosas.
Parezco un caballo que ha estado demasiado tiempo en las cuadras. Miro varias
veces el cielo desde la ventana: oscuro y lleno de nubes negras. Me digo que en
cuanto vea un rayito de luz salgo a buscar el camino. Aprovecho el desayuno
para leer otras pocas páginas del Viaje a Italia. De entre los libros que he
leído de él, El Werther y Fausto, éste es el que más me gusta porque deja ver
su propia naturaleza de hombre inteligente y culto, amable y locuaz con los
habitantes que va encontrando. Toca muchos más temas que el del arte y eso está
bien. Luego he subido al baño. No es cosa baladí tener una serie de comodidades
de ese tipo, y si no que se lo pregunten a Goethe que en una posada de mala
muerte, al requerir un sitio para hacer sus necesidades lo enviaron al corral. Justo
antes de irme entra a la cafetería un señor con cara de mucho sueño. Me
recuerda a los beodos que había anoche mientras cenaba: caras tristes e
hinchadas de haber dormido poco o bebido mucho.
Llevo solo unas pocas
horas fuera de casa y ya parece que llevo días. Me he preguntado a cuento de qué
he emprendido este viaje. Mucha gente me decía: “¿pero vas sólo? ¿No ha querido
ir nadie contigo?” y no sabían que lo he elegido así por puro gusto. Creo que puede ser una huída momentánea de la
rutina en la que en mayor o menor medida estamos todos metidos. Respirar la
libertad de ser dueño absoluto de las horas del día. Sí, es una sensación tan
refrescante como la niebla que baja por las calles que he de caminar enseguida.
Al final me pongo en marcha a las siete y cuarenta,
todavía noche cerrada, pero enseguida, cuando comienzo a subir una cuesta
peatonal llena de pensiones, iglesias y bares, me junto a decenas de caminantes
que ya llevan un rato de marcha. Llevo mi bastón que golpea rítmicamente el
empedrado. Voy rápido, mucho más rápido que los demás porque tengo la
equivocada sensación de que voy a llegar tarde a todos los sitios. Muchos son
gente mayor, sin duda jubilados de centro Europa, pandillas de españoles,
solitarios como yo, etc. Habrá muchos que pueden llevar casi un mes de camino;
lo sospecho porque lo hacen cojeando o como si llevaran mucho peso. A la salida del pueblo se ve gente que lleva
linternas en la cabeza y da la sensación de que voy por una ruta de luciérnagas.
En la primera hora he recorrido seis kms. Lo sé porque llevaba mi GPS. Una
mujer con la que coincidí más tarde, Arantxa, me dijo que se acordaba de
haberme visto adelantarla “como un sputnik”, “a ese ritmo, por la tarde habrías
llegado a Santiago”. A pesar de las prisas paré algunas veces a hacer alguna
fotografía: un camposanto pequeño envuelto en la niebla y en la noche, un cruceiro
centenario, un árbol gigante, una silueta al fondo difuminada. Sólo cuando
llevaba casi tres horas paré en una aldea preciosa (Casa Morgade) y tomé un
café con leche bien caliente y una barra energética. Bebí mi botellita de agua
de un trago y pedí otra. Tenía la camiseta empapada pero ya estaban los rayos
del sol calentando la atmósfera. Qué contento veía a todo el mundo. A partir de
ahí decidí tomarme el camino con mucha más calma. ¿Para qué correr tanto? No
tenía otra cosa que hacer en todo el día. Las medias me salieron al final en
4.3 kms por hora. Un poco antes de las doce de la mañana estaba bajando hacia
Portomarín, el pueblo que se trasplantó piedra a piedra cuando yo nací, en el
62, sobre todo las iglesias, al construir el embalse de Belesar del río Miño.
Al fondo distinguí la
figura y el pelo rubio inconfundible de la chica del tren, a la que el viejo le
contó su vida y toda la historia de España. Cuando llegué a su altura se lo
dije y se sorprendió que me acordara. Le dije que yo era el que estaba en el
asiento de atrás aguantando las emanaciones del bebé. Resultó ser una chica muy
simpática y enseguida nos pusimos a hablar del camino y sus circunstancias. La
acompañaban un chico y una chica de Jaén; otras dos tuvieron que llegar al pueblo
en autobús aquejadas de dolores en las rodillas. Y es que son más duras para
éstas las bajadas que las subidas. Ya en el pueblo, y después de hacernos
algunas fotos sobre el puente, ellos se fueron directamente al albergue
mientras que nosotros nos fuimos a ver la iglesia, que estaba cerrada, así que
la invité a tomar una cerveza en la plaza del pueblo, actividad más placentera
y refrescante. Había un mercadillo cercano, un sol estupendo y comenzamos una
charla amistosa. Apareció una mujer más o menos de mi edad y se saludaron.
Habían coincidido en un albergue la noche anterior. La invité a sentarse con
nosotros y aceptó encantada. Se llamaba Arantxa; la rubia, María. Son curiosas
las relaciones espontáneas que surgen en el camino. Estoy de acuerdo con lo que
Javier Reverte dice en su libro Corazón de Ulises y que acabo de leer: “Las
amistades se entablan con mucha rapidez en los viajes, cuando encuentras a
alguien y notas que, quizá, os caéis bien. Los viajes, como territorio de
libertad, suprimen mucho hábitos absurdos y la timidez suele estorbar menos”.
Me contaron sus primeras aventuras (Arantxa llevaba dos días más de camino que
yo). La noche anterior tuvieron que llamar la atención a un señor porque a las
cuatro de la madrugada jugaba con su teléfono a los marcianitos. Las he
invitado a una ronda y María ha insistido en que tomáramos otra y aunque
Arantxa no quería al final nos acompañó. Yo había decidido ya que si no quería
hacer al día siguiente más de cuarenta kms debía hacer por lo menos diez más. Arantxa
estuvo de acuerdo y al poco nos levantamos, nos despedimos amablemente de María
y nos pusimos en camino.
En un mercadillo
compramos fruta y comenzamos a caminar y a charlar como si nos conociéramos de
más tiempo. Hablamos de muchos temas y me di cuenta que estaba cómoda cuando
llegamos a la altura de un hombre sentado a la vera de una corredoira, esos
caminos en los que la vegetación forma un túnel, y después de intercambiar
algunas palabras, se dio prisa por despedirse y seguir camino conmigo. Enseguida
me confesó que era el de los marcianitos. La niebla de la mañana ha
desaparecido del todo y ahora hay un sol bochornoso que se mitiga cuando
entramos en zona de bosques. La conversación se anima. Hablamos de cine, de
literatura, de viajes, de la familia… Y hay una cosa que me resulta curiosa:
nos contamos cosas, las escuchamos y prestamos atención. Parece cosa fácil pero
no es, desgraciadamente, cosa corriente.
Hacia las tres de la
tarde llegamos a Gónzar, una aldea con varios albergues y con un restaurante
típico de peregrinos. Pedimos, yo para empezar, una cerveza gigante y fría. Los
platos combinados que nos sirvieron eran abundantes y deliciosos: Melón con
jamón, patatas fritas de verdad, huevos fritos de verdad y filetitos de ternera
de verdad; luego la inevitable tarta de Santiago y un café bien cargado. Hasta
las moscas, pesadas y numerosas, eran de verdad. Al final Arantxa se empeñó en
invitarme porque dijo ser su santo. Me dio mucho apuro y solo consentí después
de prometerme que se dejaría invitar a la cena en el albergue que ella misma me
gestionó en Ventas de Narón. Después de comer bien es duro ponerse en camino
pero caminar en buena compañía hace que los kms pasen rápidos. Ha sido un
regalo caído del cielo.
Ventas de Narón es una aldea
con algunas pocas explotaciones ganaderas. Desde que llegamos a las seis de la
tarde hasta que anocheció, las vacas mugían como si fueran las sirenas de una
pila de fábricas. Mi habitación estaba separada del albergue en una especie de
casita del bosque. Tres habitaciones para un único baño. Pero es una necesidad
para mí tener al menos esa intimidad. Después de la ducha y un poco de descanso
salgo a tomar algo y escribir algunas notas. Pido una botella de agua de litro
y medio y no dejo de beber. Arantxa ya está sentada en una mesa mirando su
móvil. Noto por su mirada que no le importa que me siente con ella. Habla un
buen rato con su marido y enseguida llaman mis padres para saber cómo me va. Me
preguntan si he conocido gente y me da apuro contarles que llevo todo el día
junto a una mujer que me cae bien.
Cenamos un menú sencillo
pero correcto acompañado de un vino de la tierra. Muy agradable. Se va
oscureciendo la luz y decae la temperatura, pero el vinillo cumple perfectamente su
función. Después de los postres (otra tarta de Santiago) dice que le apetecería
dar una vuelta antes de acostarse. La acompaño pero en dos minutos hemos
llegado al final de la población. Hace frío. En la puerta de mi casita nos
despedimos; pensábamos que para siempre. Fantaseo, de una manera tonta, que no
me importaría dormir abrazado a ella. Sólo eso. Solo y nada menos
que ternura. ¿Por qué los seres humanos nos empeñamos en poner barreras entre
nosotros?
La habitación, orientada
al norte, era fría como la celda de un monje trapense. No quiero pensar cómo
sería en pleno invierno. Después de intentar leer dos páginas seguidas, dormí a
pierna suelta intentando no rodar mucho por la anchurosa cama.
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