El bosque de la muerte.
Sólo le he dado un poco de colorido al estupendo artículo que leí ayer de J.J. Armas Marcelo.
"Hablaba en Tokio con la pianista y compositora japonesa Mine Kawakami,
que vive en Galapagar (Madrid), y salió en la conversación, ya de
madrugada, el bosque de la muerte: Aokigahara. Está situado al pie del
monte sagrado, el Fujiyama, y es una enorme extensión de terreno en
sombras, gracias a la inmensidad y profundidad de la floresta: 3. 000
hectáreas en las que habita la muerte. Desde la época feudal, Aokigahara
es el lugar “más barato para suicidarse en Japón”, un acto voluntario
que en ese país tiene una larga tradición. Dice le leyenda que el
interior sombrío de Aokigahara está lleno de esqueletos, cuerpos todavía
en descomposición, prendas de vestir, restos de la memoria del hombre y
la mujer suicidas. Desde la década de los 50 del siglo XX, más de 500
personas han dejado voluntariamente la vida en la penumbra del bosque de
la muerte. En el año 2002, se encontraron 78 cadáveres. La creencia es
que el bosque tiene un magnetismo de hierro maldito por el que se pierde
inmediatamente en su interior el sentido de la orientación. Hay
científicos que lo certifican: es un lugar verdaderamente maldito y para
los “yurai” (personas que, después de muertas violentamente, se han
convertido en fantasmas que vagan en el bosque por toda la eternidad) es
el lugar que para nosotros ocupa el purgatorio. Sobre Aokigahara, el
bosque de la muerte y los suicidios, hay dos libros fundamentales: la
novela “Nomi no tou”, de Matsumoto Sechou, publicada en 1960), en cuyo
final se suicidan en el bosque de la muerte dos amantes que han llegado
a la consecuencia de la inutilidad de la vida, y “El completo manual
del suicidio” de Wataru Tsurumi, publicado en 1993, del que se vendieron
más de un millón de ejemplares y que tuvo, si cabe, una mayor
influencia en la costumbre del suicidio en Japón. Antes de entrar en el
bosque de la muerte, un aviso nos sobrecoge: “Tu vida es valiosa y te ha
sido otorgada por tus padres. Por favor, piensa en ellos, en tus
hermanos e hijos. Por favor, busque ayuda y no atravieses este lugar
solo”. Sépase que, tras el Golden Gate de San Francisco, Aokigahara es
el lugar predilecto de los suicidas en el mundo entero. El escritor
Yukio Mishima, mundialmente conocido, escogió una muerte ritual para su
suicidio: el seppuku. Lo primero que hizo el día de su muerte
voluntaria, fue enviar a su editor su última novela, que apareció tras
su fallacimiento. Luego, con cuatro miembros de su secta, la Tanekai, se
dirigió al campamento militar de Ichigaya. Allí tomó por la fuerza al
comandante del fuerte y arengó a la tropa desde una ventana. No le
permitieron terminar su discurso, lo abuchearon y humillaron. Mishima
volvió al despacho del comandante y comenzó el ritual de su muerte. Su
compañero Morita era el encargado de decapitarlo. Tras varios intentos
inútiles, tomó su lugar otro miembro de la Tanekai, Hiroyasu Koga, que
logró decapitar a Mishima. Todo eso y más, lo cuenta John Nathan,
traductor de Mishima al inglés, en su libro “Mishima”, reconocido en el
mundo entero como el mejor libro sobre el controvertido escritor
japonés, que escribió como un poseso más de cincuenta libros, se movía
entre la locura y la vuelta a la tradición más sólida del viejo Japón,
tocando algunas fibras del más peligroso parafascismo.
Una vez, hace años, regresando de Kyoto, vi el Fuyi a lo lejos y en lo alto, como en el mismo cielo. Su sombra lejana cubría todo el paisaje al pie del cual crecía impertérrito y sombrío, lleno de fantasmas y leyendas, el bosque de los suicidios, la ciudad verde de la muerte en el Japón, “el lugar más barato para suicidarse en Japón”: no hay que hacer el ritual del entierro y los familiares que lloran al suicida no tienen que pagar nada, ni oraciones, ni tumbas ni espacios que ocupe el desaparecido. “La vergüenza”, me dicen un par de amigos japoneses, es una de las razones del alto número de suicidios en Japón, donde el descubrimiento de un mínimo robo sería un escandaloso suceso que ningún ser con honra y dignidad puede permitirse. Entonces, hay que morir, y la vergüenza pública y privada ayuda mucho, según los japoneses, educados desde muy pequeños en el respeto colectivo y en la disciplina social. ¡Imagínense ustedes en Occidente este asunto del robo! En lugar de un bosque de 3.000 hectáreas donde los ladrones avergonzados pagaran voluntariamente con su muerte el delito del robo (o cualquier otro, claro), necesitaríamos el Amazonas entero para enterrar a tanto pícaro, a tanto chorizo del poder, público y privado, a tanto cara dura desvergonzado al que no le importa nada las razones del respeto, la dignidad, la honradez y la ética".
Una vez, hace años, regresando de Kyoto, vi el Fuyi a lo lejos y en lo alto, como en el mismo cielo. Su sombra lejana cubría todo el paisaje al pie del cual crecía impertérrito y sombrío, lleno de fantasmas y leyendas, el bosque de los suicidios, la ciudad verde de la muerte en el Japón, “el lugar más barato para suicidarse en Japón”: no hay que hacer el ritual del entierro y los familiares que lloran al suicida no tienen que pagar nada, ni oraciones, ni tumbas ni espacios que ocupe el desaparecido. “La vergüenza”, me dicen un par de amigos japoneses, es una de las razones del alto número de suicidios en Japón, donde el descubrimiento de un mínimo robo sería un escandaloso suceso que ningún ser con honra y dignidad puede permitirse. Entonces, hay que morir, y la vergüenza pública y privada ayuda mucho, según los japoneses, educados desde muy pequeños en el respeto colectivo y en la disciplina social. ¡Imagínense ustedes en Occidente este asunto del robo! En lugar de un bosque de 3.000 hectáreas donde los ladrones avergonzados pagaran voluntariamente con su muerte el delito del robo (o cualquier otro, claro), necesitaríamos el Amazonas entero para enterrar a tanto pícaro, a tanto chorizo del poder, público y privado, a tanto cara dura desvergonzado al que no le importa nada las razones del respeto, la dignidad, la honradez y la ética".
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